Corporalidades, espacios y movilidades. Una etnografía de la 28 Marcha del Orgullo LGBTIQ+ Buenos Aires (2019)

Morena Goñi

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad Nacional de Rosario

Universidad Nacional de Entre Ríos

Argentina

morenagoni@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-1713-5046

Corporalities, spaces and mobilities. An ethnography of the 28 LGBTIQ+ Buenos Aires Pride March (2019)

Abstract

In the following pages I propose an ethnographic approach to the Buenos Aires LGBTIQ+ Pride March (2019). The main objective is to analyze the performances of the corporalities that attend the event, through an intimate story that situates the body as an epistemic coordinate. Against the idea that body and personal register should be absent from academic writing, I opt for a carnal immersion that places its sensoriality and its heuristic capacity in the foreground. I propose mapping the experiential and affective edge of the event, to elucidate what kind of practices, gymnastics, movements and appropriations lies inside of it. One of the main findings is that the event not only disputes sexual-affective normality, but also proposes alternative -postanthropocentric- ways of understanding body, time and space.

Keywords

corporalities, queer space, mouvement, ethnography.

Corporalidades, espaços e mobilidades. Uma etnografia da 28ª Marcha do Orgulho LGBTIQ+ Buenos Aires (2019)

resumo

Nas páginas seguintes proponho uma abordagem etnográfica da Marcha do Orgulho LGBTIQ+ (Buenos Aires, 2019). O objetivo principal é dar conta das performances das corporalidades que frequentam o evento, através de uma história íntima que usa o corpo como coordenada epistêmica. Perante a noção de que o corpo e o registro pessoal devem estar ausentes da escrita acadêmica, opto por uma imersão carnal, que coloca em primeiro lugar sua sensorialidade e sua capacidade heurística. Proponho mapear a borda experiencial e afetiva do evento, elucidando, por sua vez, o tipo de práticas, ginásticas, movimentos e apropriações que se vivem dentro dele. Uma das principais constatações é que essa marcha não só contesta a normalidade sexual-afetiva, mas também propõe formas alternativas -pósantropocêntricas- de compreender o corpo, o tempo e o espaço.

palavras-chave

corporalidades, espaço queer, movimentos, etnografia.

FECHA DE RECIBIDO 04/07/2022

FECHA DE ACEPTADO 22/11/2022

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO

Goñi, M. (2022) Corporalidades, espacios y movilidades. Una etnografía de la 28 Marcha del Orgullo LGBTIQ+ Buenos Aires (2019). Revista de la Escuela de Antropología, XXXI, pp. 1-30. DOI 10.35305/rea.viXXXI.190

Resumen

En las siguientes páginas propongo una aproximación etnográfica a la Marcha del Orgullo LGBTIQ+ (Buenos Aires, 2019). El objetivo principal es reponer las performances de las corporalidades que asisten a ella a través de un relato íntimo que utilice el cuerpo como coordenada epistémica. Frente a la noción de que registro personal y el cuerpo deben ausentarse de la escritura académica, opto por una inmersión carnal, que ponga en primer plano su sensorialidad y su capacidad heurística. Propongo mapear la arista vivencial y afectiva del evento, dilucidando, a su vez, que tipo de prácticas, gimnasias, movimientos y apropiaciones habitan en su interior. Uno de los principales hallazgos es que el evento no sólo disputa la normalidad sexo-afectiva, sino que propone formas alternativas -postantropocéntricas- de comprender el cuerpo, el tiempo y el espacio.

Palabras Clave

corporalidades, espacio queer, movimientos, etnografía.

Introducción

En los últimos años, las celebraciones por el día del Orgullo LGBTIQ+ captaron la atención del mundo entero. La espectacularidad con la que se llevan adelante, su capacidad lúdica y creativa, cautivó y escandalizó la mirada ajena. A diferencia de otras efemérides, estas celebraciones reponen un territorio mutante: al realizarse en diferentes días en cada ciudad, adquiere una ontología móvil, dando la sensación de que la gente no asiste al evento, sino el evento a la gente. En el hemisferio norte se celebra en el mes de junio, a propósito de los acontecimientos de Stonewall de 19691. En el hemisferio sur, en cambio, los múltiples eventos2 se realizan entre octubre y diciembre. Además de no tener fecha fija, no tienen modalidades únicas y sus consignas cambian año a año.

En la ciudad de Buenos Aires se celebra desde 1992. Las primeras cinco ediciones se realizaron en junio, pero en 1997 el evento se trasladó al mes de noviembre. El cambio de fecha se realizó para conmemorar el 30° aniversario de la fundación del colectivo Nuestro Mundo, primera organización disidente latinoamericana; y también para preservar la salud de las personas con VIH que asistían al evento, ya que junio es un mes de bajas temperaturas.

Si bien actualmente la marcha es masiva, en sus orígenes se trató de un evento de no más de 300 personas que, en contraste a la noción de visibilidad, ocultaban sus rostros detrás de máscaras para evitar represalias (Bellucci, 2010). En aquel entonces, se denominaba “Marcha del Orgullo gay-lésbico”, pero a medida que pasaron los años se fue pluralizando y nuevos colectivos se incorporaron a la denominación inicial3. En los años 2000s, el movimiento LGBTIQ+ se expandió y se incorporó formalmente a la vida política (Constantino, 2017). Al calor de la conquista de derechos a partir de 2010 -Matrimonio igualitario, Ley de Identidad de Género-, el auge de Ni Una Menos, la masificación de los Encuentros Nacionales de Mujeres y el tratamiento del proyecto del ley por la Interrupción Voluntaria del Embarazo, la convocatoria a la marcha creció ininterrumpidamente (Bernieri Ponce, Larreche, 2021).

Sin embargo, el derrotero del evento en Buenos Aires difiere del resto del país, donde las celebraciones comenzaron años más tarde y en algunos casos discontinuaron sus ediciones4. A pesar de que en todas las ciudades la marcha supone una plataforma exitosa de visibilidad, la escala de cada espacio es un factor determinante para llevarla adelante. En las ciudades más pequeñas, las estructuras tradicionalistas y la falta de anonimato condicionan su puesta en escena, obligando a desarrollarla con modalidades más clásicas -reivindicativas o combativas-, antes que celebratorias y festivas (Gaona, Ficoseco, 2016; Bernieri Ponce, 2021, Larreche 2020).

Múltiples producciones tematizaron la marcha en ciudades argentinas y latinoamericanas. En Buenos Aires, uno de los trabajos inaugurales fue el de Moreno (2008), dirigido a desencializar la constitución del movimiento LGBTIQ+, y mostrarlo como espacio colmado de tensiones entre los actores convocantes. Desde la antropología visual, otros autores analizaron la profilmia de los participantes de la marcha, señalando la forma en que la mediatización performa cuerpos, conductas y comportamientos (Cararo Funes, Ritta, Mc Laughlin, 2013; Cararo, Ritta, 2014). En una línea similar, un trabajo de inmersión de cinco años historiza la marcha y analiza el despliegue de las corporalidades en el marco de indagaciones de la multitud (Cabrera, et.al, 2016a, 2016b). Desde otra perspectiva, Settani (2013) indaga la manera en la que el dispositivo técnico-televisivo reafirma la norma, en tanto pone a circular representaciones cosificadas y despolitizadas de quienes asisten a la marcha. Orientado a una mirada institucional, Constantino (2017) revela el rol del Estado en el reconocimiento de los derechos del movimiento LGBTIQ+. Al mismo tiempo, exhibió la marcha como un campo de repolitización del espacio público. El perfil cualitativo de estas producciones se complementa con trabajos cuantitativos que mapearon las características sociodemográficas de quienes asisten al evento (Figari, et.al., 2005; Jones, Libson, Hiller, 2006; Jones, Martínez Minicucci, 2008).

Descentrando la mirada de las ciudades metropolitanas argentinas, algunos trabajos fijaron la atención en ciudades de escala intermedia y pequeñas. Desde la geografía cultural, las exploraciones espacializaron y publicitaron las estrategias de resistencia que adopta la marcha en ciudades con fuertes reservas morales (Bernieri Ponce, 2017, Bernieri Ponce, Larreche, 2021). En esa línea, se esbozan trabajos que proveen insumos para pensar cómo se intersecta la diversidad sexual con factores raciales, étnicos, clasistas o nacionalistas, en ciudades fronterizas como Jujuy (Ficoseco, 2016); o qué tácticas adopta la marcha en espacios que fuertemente monitoreados como el caso de Bahía Blanca (Larreche, 2020). En ciudades como Córdoba o San Juan, otros autores acercan análisis que complejizan la composición de la marcha, señalando las fracturas entre diferentes inscripciones ideológicas y partidarias (Rabbia, Iosa, 2011; Iosa, et.al., 2012; Rodrigou, Lopez, Ducant, 2013; Gimeno, 2018). Las marchas también fueron trabajadas en ciudades latinoamericanas como México D.F., Sao Pablo, Bogotá o El Salvador. En los trabajos se historiza su derrotero, se debate su ontología festiva o política, se exhiben las tensiones internas y se indaga en los ensamblajes que genera con demandas históricas regionales (Sandi, 2016; González Perez, 2005; Soares Silva, 2008; Hurtado Caycedo, 2010; Maire, 2020).

En esta amplia constelación caben subrayar trabajos cuyas perspectivas teóricas o metodológicas resultan relevantes a estas páginas. En términos espaciales, destaco dos exploraciones de la marcha en Córdoba. Por un lado, la investigación de Rabbia y Iosa (2011), que aborda la transformación de la rutina espacial urbana y cuestiona el acuerdo dual público-privado; por el otro, el análisis de Ceccoli y Puche (2013), que aplica la categoría foucaultiana de heterotopía para explorar la marcha como un espacio liminar, de aperturas y yuxtaposiciones. Asimismo, resulta pertinente el estudio foto-etnográfico de la marcha de Santiago de Chile realizado por Hermanses y Fernandez (2016), que agudiza la mirada sobre cuerpos, poses, espacios y arquitecturas. Finalmente, es de interés la técnica inmersiva utilizada por Cabrera, Sánchez y Calloway (2016b) que retrata la marcha en Buenos Aires y releva ciertas afectaciones del equipo al asistir a ella.

Todas las investigaciones mencionadas constituyen antecedentes ineludibles para abordar el trabajo, mas no suficientes. Los análisis anclados en los estudios urbanos esgrimen dilemáticas relativas a lo público-privado, pero no problematizan la ontología del espacio. Por otro lado, si bien algunos trabajos dan cuenta de una práctica situada, incorporan descripciones densas y reponen las corporalidades como objetos privilegiados. Se trata de relatos que no comprometen el cuerpo de sus autores, que parecen sobrevolar externamente el universo que describen. A su vez, las entrevistas realizadas sobre algunos participantes reproducen una codificación del aparato técnico-académico, que redunda en cierta formalidad jerárquica y que, en muchos casos, condiciona las respuestas del entrevistado. El entrevistador se sitúa en un lugar de ajenidad y no repone en lo no-dicho. En líneas generales, las investigaciones se centran en el cuerpo, mas no abundan las perspectivas que se localicen desde el cuerpo.

Para captar los sentidos que brotan de una marcha es necesario un compromiso subjetivo del investigador, que debe dejarse afectar por la “vibración intensa” que emana de los cuerpos movilizados (Bonvillani, 2018:163). No es posible dar cuenta de la potencia de un evento de tal magnitud, sin ser profundamente afectado. En este sentido, la experiencia etnográfica debe volverse un “habitar”, es decir, poner los recursos corporales y expresivos a disposición para dar cuenta de lo que se experimenta en ese encuentro con otros (op.cit., 2018).

Desde el posestructuralismo y el giro corporal, dispositivos como el “conocimiento situado” de Haraway (1991), el “embodiment” de Csordas (1999) y la “política de la ubicación” de Adrianne Rich (1987), probaron que no existe una aproximación a un objeto que no esté mediada por el cuerpo y los sentidos; que no hay una mirada que no genere, en ese mismo acto, una interferencia con lo observado. Asumiendo el ejercicio de reflexividad como único posible para construir conocimiento, este trabajo tiene el objetivo de reponer las performances corporales de quienes asisten a la Marcha del Orgullo LGBTIQ+ de Buenos Aires (2019), a través de un relato íntimo y personal que no niega el propio cuerpo sino que lo utiliza como coordenada epistémica. Me propongo mapear la arista vivencial y afectiva del evento, dilucidando qué tipo de prácticas, gimnasia y apropiaciones espaciales habitan en su interior.

Para realizarlo no consulté estadísticas, ni realicé entrevistas semiestructuradas; en cambio, realicé una inmersión visceral. Los riesgos son múltiples. Como menciona Andrea Bonvillani (2018): ¿por qué traducir las vivencias que se experimentan en/con el cuerpo, y fijarles el sentido estático de la palabra escrita? ¿Por qué forzar la emoción al aparato de la razón discursiva? ¿Es posible o, incluso, deseable hacerlo? A sabiendas de que el lenguaje sólo puede ser aproximativo para dar cuenta de las experiencias sensoriales, pretendo contribuir a una disputa de sentidos. Frente a la noción -todavía vigente- de que el registro personal debe ausentarse de la escritura académica, opto por un agenciamiento subjetivo. Ante el tono distante y “objetivo”, presento una narración donde sentido y forma se funden con la intención de generar un goce estético. Alguna de estas ideas son cercanas a la auto-etnografía. Este género propone un espacio donde lo cultural y lo personal se articulan, y donde el investigador estudia un problema del cual, a su vez, forma parte (Blanco, 2012). Se trata de explicitar, con formatos narrativos en primera persona, el universo de significación al cual el investigador pertenece, sus teorías, prejuicios, su propio cuerpo.

El hecho de que la marcha sea un evento fugaz -se desarrolla un día y dura pocas horas- aleja el trabajo de la etnografía clásica, caracterizada por el ejercicio de asistir reiteradas veces al campo y tomar minuciosas notas para controlar el avance del estudio. La dinámica efímera de la marcha me imposibilitó tomar notas. La herramienta fundamental fue la atención flotante5, que utiliza el registro sensorial del cuerpo, dejando en segundo plano la palabra y lo visto, elementos hegemónicos en el quehacer científico. Pero el cuerpo no repone una memoria enciclopédica sino rizomática, evoca fragmentos, momentos, escenas e imágenes. En este sentido, la aproximación no puede ser más que parcial y limitada, y asume su incapacidad de erigirse como una totalidad. A ello se suma el hecho de que marchar con una carroza específica, como lo hice en este caso, no puede ser homologable a la experiencia de marchar con cualquier carroza, o a la de hacerlo sin carroza. Ello se debe a que la marcha es, como se verá más adelante, una conjunción de múltiples marchas y formas de marchar.

Los eventos son acontecimientos que condensan sentidos más amplios. En este sentido, el texto enfrenta el desafío de dar cuenta de una doble temporalidad: por un lado, la temporalidad fugaz de la marcha, y por el otro, el tiempo estacionario de las redes que la sitúan y contextualizan. En este sentido, la escritura repone el registro etnográfico-empírico para la primera temporalidad, y el analítico, teórico e histórico para la segunda. Transversalmente, las palabras tratarán de incorporar su movimiento utilizando una narrativa literaria.

Algunos interrogantes funcionan como guía: ¿Qué visibilizan los cuerpos? ¿Cómo se despliega el aparato sensorial? ¿Qué nos dice el tacto, el olfato, la audición, la kinestesia? ¿Cómo se resemantiza el espacio? Al tratarse de una inmersión visceral, no fui a la marcha con un objetivo premeditado ni con una hoja de ruta rigurosa. Esta decisión habría condicionado mi rol e incluso habría atentado contra la noción de habitar y vivenciar la marcha como tal. En este sentido, los interrogantes no guiaron la observación, sino el análisis. Hubo, en primera instancia, una motivación profundamente personal para asistir a la marcha, que posteriormente decidí traducir a un lenguaje académico. Como menciona Julieta Quirós, el trabajo de campo “es el método para encontrar lo que no se buscaba (…). Ese desconocimiento es la condición de posibilidad del proceso creativo.” (2014:60-61). En efecto, se trataba de la primera vez que asistía a la marcha en Buenos Aires, por lo que algunas decisiones fueron tan contingentes como situacionistas. La deriva de este proceso, son los cuatro apartados que del texto -Las corporalidades, Las carrozas, Los movimientos, Las espacialidades-, que buscan retratar el pasaje paulatino de una sensorialidad óptica hacia una más háptica.

De la mano de los estudios queer, el relato será un pretexto para desandar algunos postulados del antropocentrismo moderno. Éstos no sólo abren la indagación en torno al cuerpo, al género y las sexualidades, también plantean alejamientos críticos frente a los axiomas temporo-espaciales. El sujeto cartesiano, definido tradicionalmente como una entelequia individual que se diferencia del espacio y de otros actantes, será eclipsado por un devenir postantropocéntrico, tentacular, que genera parentescos con otros. Trataré de mostrar que la marcha no sólo tiene la capacidad de visibilizar formas alternativas de habitar el cuerpo y apropiar el espacio urbano, sino de poner en crisis la ontología de estos axiomas.

Las corporalidades

El sábado 2 de noviembre de 2019 madrugué, armé una mochila y me dirigí a la Plaza Libertad6 de Rosario, lugar donde nos concentrábamos para emprender el viaje la 28 Marcha del Orgullo LGTIBQ+ en Buenos Aires. En la plaza me encontré con tres amigos, con quienes habíamos decidido viajar, y con el colectivo que organizaba el viaje, dos organizaciones de la ciudad de Rosario: la Comunidad Travesti Trans7 y El Yire8, Colectivo de trabajadores sexuales y aliades. Se trataba de dos grupos independientes y autogestivos a quienes no conocíamos, pero que convocaban a viajar junto a “las travas y las putas” a un costo muy accesible.

Luego de unas horas de viaje, arribamos a media mañana a las inmediaciones de Plaza de Mayo, lugar de concentración de la marcha que llegaría hasta la Plaza de los dos Congresos9. El ómnibus, que dejaba ver sus años en las capas de pintura descascaradas del exterior, estacionó en una calle lateral, a unas cinco cuadras de la plaza. Las ramas de los árboles golpearon la carcasa hasta que el vehículo encontró su espacio. Varios de los compañeros se apresuraron en bajar para encender un cigarro en ayunas, pero otros se quedaron revolviendo sus bolsos. Cambiaron remeras por tops de lentejuelas, se pusieron arneses y medias de red, sombreros. Con labiales fuertes ensancharon exageradamente el tamaño de sus bocas. Extendieron los delineados de los ojos hasta la cien. Algunos agregaron tacos altos a la decisión de quedarse en ropa interior. Tanga de animal print y pelucas. Camisas abiertas, pezones y collares. Mucho latex.

Corporalidades de todas formas y colores cuestionaban de manera implícita el cuerpo erigido históricamente como universal: El hombre vitruviano, esa figura bípeda inscripta en el centro gravitacional de una circunferencia y un cuadrado, canonizada por el humanismo renacentista como medida de todas las cosas, estereotipo de belleza y simetría, representante exclusivo de la totalidad de los cuerpos. Ese Hombre, entelequia distinta del espacio, los objetos y otros agentes, que nada le falta y nada le sobra, fue desnudado por los feminismos como lo que en realidad era: un varón cis, blanco, occidental, heterosexual, adulto, atlético, capacitista (Braidotti, 2015). En el acto político del dragueo10, arriba de ese ómnibus, a esa hora de la mañana, ese Hombre era diseccionado y reensamblado de forma monstruosa.

Antes de bajar me dejé cautivar por las voces ondulantes, hormonizadas y feminizadas con terapias logopédicas, por los ademanes exagerados, por los cuerpos desproporcionados, sin músculos marcados, lejanos a la belleza hegemónica pero más bellos que nunca. Las tetas al aire sin corpiño y los corpiños rellenos con medias. Los pelos en el pecho, la testosterona en gel. Me quedé observando cómo una marica adelante mío era asistida para pegarse un dildo violeta en la frente y como otra se colocaba un suspensor, pero no con fines deportivos, sino para levantar sus glúteos y exhibirlos públicamente.

Entre gritos de emoción y música escuché que a las 22hs debíamos encontrarnos en el mismo lugar para emprender el viaje de vuelta a Rosario. Bajé del colectivo con mi torpeza característica. Era un día despejado y hacía más calor del previsto, mi vestimenta no era adecuada. ¿Por qué había venido tan abrigada? Guardé las reflexiones y comencé a caminar con mi grupo de cuatro, aquel micro-ecosistema que me acompañaría en parte de la jornada. Se trataba de tres maricas amigas con las que asistíamos por primera vez al evento. Sólo habíamos presenciado la marcha en Rosario, por lo que todo constituía una novedad. Hasta el momento de marchar nos mantuvimos circulando juntos sin dificultades, pero luego -como se verá- las circunstancias espaciales nos separaron.

La transformación de la calle era evidente. A pesar de que la disposición urbana no había cambiado, las apropiaciones que presencié fagocitaban la norma. El espacio no era sólo un soporte que contenía los cuerpos, se había convertido en un exoesqueleto técnico-arquitectónico ensamblado a ellos para completar la parodia. El monumento de Julio Argentino Roca y las lesbianas besándose sobre él; la góndola del supermercado y el cura con labios pintados comparando el precio de los vinos; las escalinatas de la iglesia y las maricas con barba vestidas de novias; el masoquista atado con correa, esperando el semáforo para cruzar la calle en cuatro patas; la boca del subte y el cuerpo alado, con plumas doradas, saliendo de ella. La escalada de brillos y colores iban en la misma dirección, todos se dirigían hacia la plaza.

Todos los años la Comisión Organizadora enarbola una consigna para la marcha, en esta ocasión era: “Por un país sin violencia institucional ni religiosa. Basta de crímenes de odio”. A pesar de tratarse de la consigna oficial, no constituye el único reclamo. Al interior de la marcha conviven diferentes voluntades políticas y una multiplicidad de subconsignas y objetivos11. Al tratarse de la principal estrategia de visibilización, la marcha es un espacio tan valorado como disputado. Las tensiones emergen ante la imposibilidad de postular una identidad monolítica y articular reivindicaciones unívocas (Moreno, 2008). Por este motivo, en más de una ocasión se llamó a contramarchas. La primera de ellas se realizó en 2001 bajo el nombre de “La carreta”, con el objetivo de expresar disidencias con las organizaciones convocantes. Se trató del primer desfile en incluir una carroza. Ello inauguró otro frente de tensiones: la disputa por el perfil festivo o combativo del evento.

Con la llegada de marcas y empresas multinacionales invirtiendo en el evento, algunos sectores señalaron la latente despolitización de la marcha. La noción de un “capitalismo Rosa” y de una identidad LGBTIQ+ tematizada, orientada a un mercado de consumo global, ganó terreno entre algunos de los actores que acompañan la marcha (Gaona, Ficoseco, 2016). Ello contrasta con el señalamiento de que la marcha de Buenos Aires tiene importantes elementos reivindicatorios en comparación con otras ciudades. Como sostienen algunos autores, se trata de una marcha más “política” en un sentido tradicional que las gay parade de Europa o Brasil, cercanas a la noción de desfile (Jones, Martínez Minicucci, 2008; Cararo Funes, Ritta, Mc Laughlin, 2013).

Llegué a la plaza. Un arcoíris inflable montado sobre Avenida de Mayo cruzaba de una esquina a otra jerarquizando el ingreso a la Feria del Orgullo. El espacio estaba repleto de feriantes emprendedores, organizaciones, vendedores ambulantes y, en el fondo, un gran escenario que vería pasar varios artistas. Me compré un aro colgante con la palabra Putx y me puse a observar a un grupo de rugbiers. Se trataba del primer equipo sudamericano de rugby disidente, los Ciervos Pampas que, a un costado de la plaza, ofrecían una performance espontánea. Con los scrums, tacles y pases de pelota, hacían carne la fuga de sentido. En una de las trincheras más reaccionarias del deporte, donde la heterosexualidad, la virilidad y la masculinidad operan como medios de legitimidad excluyentes, entrar a la cancha portando el uniforme rosa y las medias arcoíris de los Ciervos Pampa, era un verdadero acto de rebeldía.

El espacio se fue colmando a medida que se acercaba la hora de marchar. Las corporalidades arribaban de forma provocativa y postpornográfica. Marrones, estrogenadas, trans, discas, inter. Al presentarse quebraban la geografía moral del cuerpo e ironizaban sobre él. Las diferentes estrategias estéticas convertían el cuerpo en un teatro, un discurso y una instalación. Sus vestimentas, sus cosméticas, sus gestos y sus posturas no eran meras contingencias, con ellas disputaban sentido. Al mostrarse decodificaban el cuerpo hegemónico –atlético, blanco, cis, capacitista, heterosexual- y el espacio mismo. No pretendían revertir jerarquías o restaurar binarios, sino hacerlos implosionar.

Tomé una botella fresca que regalaba una marca de gaseosas y me senté en el cordón de la vereda, sobre la sombra que proyectaba la catedral. El pórtico de ese edificio hubiese sido un buen refugio para el calor inclemente, pero estaba vallado y custodiado por la policía metropolitana. Cada tanto se coordinaba colectivamente algún cántico en contra de la iglesia, al cual me sumaba rápidamente. En la esquina, una mujer de baja estatura arrojaba agua en forma de lluvia desde una manguera de bomberos. Abajo bailaban varias personas. Con ademanes invitaba a todos a refrescarse. Convoqué a mis amigos para pasar velozmente por abajo. Con esa renovación térmica deambulamos por la plaza. Vimos a la Giovanni12 y le pedimos que gire. Sonriente, ella apoyó la cartera en el piso, extendió sus brazos formando una “T” y dio varios giros seguidos. Su pollera de colores se suspendió y flotó a su alrededor. Se hicieron las 16hs. Debíamos encolumnarnos para marchar. Fuimos en búsqueda de las carrozas.

Las carrozas

Emprendimos el recorrido por avenida Roca, lugar donde estaban estacionadas las carrozas. Se trataba de camiones de varios ejes con acoplados abiertos, medían más de quince metros de largo. La Fulana, Fuegas, Lxs Irrompibles, Puerca!, Impulse, #Orgullo, eran algunos de sus nombres. Observé que, en el interior de uno de los camiones que por fuera exhibía globos rosas, guirnaldas y flores, estaba sentado su conductor, un auténtico “camionero”. Llevaba una gorra de Independiente y un cigarro que colgaba de la comisura de la boca, su brazo izquierdo curtido por el sol asomaba por la ventana del vehículo. Aguardaba su momento con seriedad y calma mientras en el acoplado saltaban una turba de maricas descontroladas. La escena de contrastes se replicaba con más o menos detalles en todas las carrozas.

Cada una pertenecía a espacios distintos y respetaba el ordenamiento específico de la marcha. Encabezando, estaban aquellas pertenecientes a ONGs, colectivos de la comunidad LGBTIQ+ y asociaciones civiles, luego aparecían las de organizaciones sindicales y frentes partidarios, y hacia el final, las carrozas pertenecientes a marcas, empresas internacionales y fiestas. En aquel entonces ignoraba el orden, pero en algunos casos pude deducirlo observando las corporalidades de cada carroza. Las pertenecientes a frentes partidarios y organizaciones sindicales eran las más cautas13. Sus integrantes, una amplia mayoría de varones y mujeres cis, vestían remeras representativas de sus espacios, blancas, grises, rojas. Entonaban canciones partidarias o gremiales, agitaban banderas. Sus reivindicaciones se fundían con demandas históricas: “Orgullo sin iglesia ni FMI” proclamaba una bandera del MST, o “Orgullosamente estatales” la Asociación de los Trabajadores Estatales. En las carrozas peronistas el ánimo era levemente más festivo por el reciente triunfo en las elecciones presidenciales. Sus banderas se intercalaban con retratos de Cristina, Evita y Madonna. Cantaban la marcha peronista mientras elevaban los dedos índice y medio formando una “V”.14

Avanzamos entre las carrozas pesquisando sus detalles. Cada una devolvía la mirada, tejiendo la invitación de marchar con ella. Pasamos de una burbuja musical a otra. Cumbia, reguetón, pop. A medida que se aproximaba el final, las expresiones festivas se hacían más grandes. La dicotomía militancia-mercado o protesta-celebración se mostraba a favor de ésta última. La versión “light” ganaba terreno (Larreche, 2020). En este sector aparecían las carrozas de marcas multinacionales como Brahma, organizaciones internacionales como Impulse y fiestas como la Plop, Nix, ¡Puerca! o Loca. Las banderas, las imágenes de líderes políticos y las consignas reivindicativas desaparecían, dando lugar a otro tipo de puesta en escena. Las carrozas eran más grandes y tenían otra producción: luces, bolas de boliche, parlantes gigantes, monitores. La música estaba tan fuerte que difícilmente se podía mantener una conversación. Se trataba de discotecas al aire libre. La media etaria era un poco más baja que en las primeras. Drags, transformistas, andróginos montados en estado de éxtasis. Su baile hacía rebotar las carrozas de arriba a abajo. La mayoría tenía una lata de cerveza en la mano y en gran medida, portaban vestimentas más bien conceptuales. Ninguna imitaba una simple remera o un pantalón. Algunos estaban al desnudo, sin más que un retazo de tela cubriendo la zona genital. Los torsos brillaban al sol por la transpiración y por el glitter. Una de las personas que llamó mi atención colgaba al costado de la carroza de Brahma, estaba envuelta en unas tiras de látex y tenía dos cuernos dorados en la cabeza. Bailaba con los ojos cerrados de forma espasmódica.

La que elegimos estaba estacionada a dos cuadras de la plaza, casi como último eslabón del desfile. Se llamaba Loca. Con mis amigos decidimos marchar ahí por el público y la música, pero también por su historia. Loca nació en el año 2015 gestada por un grupo de maricas amigas que asistían con regularidad a la marcha, pero no encontraban un espacio de pertenencia en ninguna carroza. Apoyados en una red de fiestas existentes -Mostra fest, Dengue, Casa Brandon, entre otras-, financiaron el proyecto y dieron origen a la primera carroza de este tipo. Loca no se gestó en representación de un colectivo, una marca o una agrupación existente; su identidad y su fundamento se deben exclusivamente a la marcha. Su leit motiv -de la carroza y de la fiesta Loca, surgida posteriormente- es la visibilidad mediante el baile y la música techno15. Se trata, entonces, de una carroza emblemática en la historia de la marcha en Buenos Aires, y también de Rosario, donde marcó un hito al convertirse en la primera carroza en desfilar en esa ciudad. En parte, la decisión de marchar ahí se debió a que en Rosario siempre marchamos con Loca.

Mientras esperaba, contemplé como algunas personas trepaban a una fuente vacía, justo en frente de la carroza. La fuente era de estilo clásico, de un amarillo gastado, tenía dos pilones circulares y en el centro una figura masculina soplando un caracol a modo de trompeta, tal vez en referencia al dios griego Tritón. Sobre ella, tres personas bailaban y reían con complicidad de un pequeño público que las arengaba al pie de la fuente. Una de ellas exhibía un cartel que decía “Macri paki”16.

Encima de la carroza, justo detrás de las letras acrílicas que formaban la palabra Loca, contemplé a una persona con precintos plásticos en la cabeza. De su cuello colgaban unas cadenas gruesas, tenía dos pezoneras y abajo estaba tapado con una bolsa de arpillera. Repartía latas de cerveza mientras gritaba “DALE LOCA”. A este punto, no se trataba de una exhibición glamorosa y cuidada, como atestigüé en la carroza de Impulse, repleta de drags famosas, hiper-producidas y con vestuarios que mostraban buena factura. En su lugar, reinaba una atmósfera desprolija, trash, con pocos prejuicios y, por eso, más queer. Las personas eran literales locas.

Los movimientos

La marcha dio inicio y me acomodé cerca de mis amigos. Comenzamos a movernos dentro de una masa longitudinal que, más tarde me enteraría, llegó a contener medio millón de personas. La carroza se movió también. Con los primeros pasos explotaron bombas. Avanzamos a la par de ese gran escenario sobre ruedas que contenía dos DJs17 mezclando música electrónica y decenas de cuerpos bailando. La carroza estaba acordonada por unas diez personas cuya actitud solemene y vestimenta formal -camisas claras, pantalones de vestir- sugería que se encontraban ahí por otro motivo. Eran varones de mediana edad y cuerpo fornido. Masticaban chicle, no bebían cerveza. La mayoría tapaba su cara con gorras negras. No bailaban, sólo caminaban a la par de la carroza. Eran guardias de seguridad. No lo entendí entonces, pero más tarde me daría cuenta de lo fundamental de esa presencia. La gente que estaba dispersa fue acercándose hasta que la separación entre un cuerpo y otro fue desapareciendo. Avanzamos –¿marchábamos? ¿caminábamos? ¿bailábamos? -.

Nos movimos lentamente por Avenida Roca. La masa en la que estábamos inmersos se comprimía y se dilataba por motivos que no podíamos distinguir o evitar. No se podía elegir hacia donde ir o cómo moverse, sólo se podía sintonizar el movimiento acuoso -inexorable y suave- que decretaba el flujo colectivo. Los cuerpos pendulaban a un lado y otro, atrás y adelante. La traslación no era medida pero sí sincronizada. La cadencia musical regía sutilmente el movimiento. La única coordenada espacial clara era la carroza, que debía estar siempre a la derecha. Nunca había estado en una fiesta en movimiento, mucho menos en el espacio público. El desafío era acoplar el ritmo cinemático del vehículo con la velocidad peatonal. Nos adelantábamos y atrasábamos, acelerábamos el paso y lo desacelerábamos, colisionábamos, coordinábamos con más o menos éxito pero nos manteníamos imantados.

La dimensión temporo espacial cambió. Había pasado casi una hora y habíamos avanzado dos cuadras. Quedaba claro que el movimiento no había sido siempre progresivo. Nos encontrábamos en la esquina del Cabildo, tratando de doblar por un embudo de vallas para empalmar Avenida de Mayo. El actante plástico que éramos cambió de forma y se amoldó al estrecho pasaje como una plastilina, vibró, se apelmazó. Los cuerpos se aglutinaron. La carroza quedó detrás. Seguimos la marea bajo presión, sin poder discernir individualmente. Nadie parecía preocupado, el clima era de gran fascinación. El vallado terminó y el flujo se descomprimió con violencia, derramó hacia los costados y volvió a su forma original. La carroza se situó nuevamente a la derecha.

Por algún motivo que tampoco pude descifrar, quedé sola y más cerca del escenario que antes. Fue ahí cuando visualicé la función del cordón humano que perimetraba la carroza. Los corpulentos de camisa y actitud poco amistosa, eran la interfaz de contención ante los desbordes constantes de la masa invertebrada. Los neumáticos de los carrozas medían alrededor de 1,2 metros de altura. En el movimiento, la marea fagocitaba y deglutía cuerpos individuales. En esas eyecciones, los custodios se encastraban entre sí como una muralla. En un solo movimiento contenían, envolvían y devolvían los cuerpos hacia ese otro colectivo. La masa flexible los asimilaba de nuevo.

La densidad de cuerpos aumentaba a medida que avanzábamos. A esa dificultad se sumaban los puestos de choripanes y vendedores ambulantes ubicados al costado de la calle. Los tablones de madera, las conservadoras de telgopor, l+as parrillas improvisadas en tachos metálicos, eran verdaderos obstáculos. Sin poder controlar la velocidad, había que ser lo suficientemente habilidoso para esquivar una mesa que aparecía repentinamente a un metro de distancia. Visto cenitalmente, la masa se bifurcaba, envolvía el obstáculo y volvía a amalgamarse de forma magnética al otro lado. Recuerdo la cara de uno de los vendedores que, más preocupado que divertido, vio el movimiento de coordinación colectivo para evadir su puesto de remeras.

Continuamos avanzando –¿marchábamos? ¿caminábamos? ¿bailábamos? –. Era difícil consignar en un solo verbo lo que hacíamos, porque a la vez que caminábamos acoplados a la marcha de la carroza, debíamos sintonizar el ritmo de la música electrónica. En el techno, los beats por minutos tienen una frecuencia alta y se repiten uno tras otro, iguales a sí mismos, formando un paisaje sonoro predecible. La danza no es descontracturada, más bien se trata de movimientos firmes, controlados, mecánicos, cortos. La mente queda colonizada por micro-descargas que emanan de forma iterada de músculos, nervios, tendones. El cuerpo individual oscila de un lado al otro, creando un circuito donde se funde con el espacio y la música. Se requería de cierto esfuerzo del aparato racional para coordinar la modulación sintética del beat con la marcha hacia adelante y congeniar todo eso en un espacio tan acotado. Me llevó un rato internalizar las múltiples cinéticas. Los cuerpos en la carroza, en cambio, exhibían otra gimnasia; contaban con más espacio y al prescindir de la marcha hacia adelante, podían permitirse movimientos más flexibles.

La marcha desfilaba ante la atónita mirada de vecinos colocados en la vereda y asomados en los balcones. Las fachadas de Buenos Aires se habían vuelto espacios predilectos del voyerismo. Para ellos era un espectáculo excéntrico ¿Se divertían o estaban horrorizados? A veces la línea entre el horror y la comedia es frágil, y la marcha, con su escenificación grotesca, tensionaba ese límite. Se trataba, al igual que el carnaval, de un movimiento festivo que quebraba la norma, la autoridad y el juicio que delimita los comportamientos diarios (Roldán, 2012). La dinámica social se fracturaba a nuestro paso. Sólo por ese momento, el espacio público era un espacio seguro para las disidencias y los cuerpos feminizados. Así como la heteronormatividad dispone de cuerpos, discursos o vestimentas, también dispone de materialidades, circulaciones y apropiaciones espaciales. A pesar del discurso de igualdad y democracia, el espacio público se ha caracterizado por producir y reproducir los códigos de poder masculinistas. La calle ha sido un escenario concreto de exclusión y disciplinamiento. Sólo por ese lapso, el propietario legítimo de ese espacio se recluía del primer plano y daba lugar a los cuerpos históricamente invisibilizados y patologizados. Solo entonces, las prácticas que la heteronorma condenaba a lo privado, derramaban hacia lo público y jaqueaban ese binario tan constitutivo.

Cabe mencionar que, si el carnaval tradicional se expresa en la inversión de roles, en la parodia y en la subversión de las identidades cotidianas, en este caso se trataba de la expresión pública de una identidad gerenciada en secreto. Los cuerpos montados con espaldares y plataformas se movían con tal fluidez que dificultaba pensar que lo que llevaban puesto eran disfraces. Avanzábamos por las calles de Buenos Aires mostrando que no se trataba de una identidad impostada, sino de prótesis de su propia subjetividad.

El movimiento de la marcha proponía una dislocación estético-geográfica, una apropiación de los códigos urbanos con fines perversos y desviados. Esa puesta se sintetizaba en instantáneas como la que estaba viendo: un cuerpo completamente desnudo, con una máscara de conejo en la cabeza, bailando arriba de un puesto de diarios, y a su lado, sobre el techo de la parada de colectivo, otro cuerpo con un pasamontaña en el rostro, exhibiendo su esfínter públicamente. La violencia de la imagen no podía ocultar su capacidad para proponer nuevas ecologías espaciales y sabotear las existentes. Frente al espacio normativo, lo queer irrumpía como un espacio inútil, amoral, obsceno, que solo existe en y para la experiencia (Cottrill, 2006).

Las espacialidades

A fines de los años noventa, los estudios queer se trasladaron del cuerpo al espacio. Haciendo una relectura del espacio social de Henry Lefebvre (2013), el espacio antropológico de Merleau Ponty (1993) o las heterotopías de Michel Foucault (2010), algunos autores desarrollaron una nueva crítica espacial (Betsky, 1997; Cottrill, 2006; Browne, 2006; Cortés, 2006). La queerificación del espacio propuso alternativas al espacio tradicional, heredero de nociones euclidianas, newtonianas y kantianas. Al axioma de que el espacio es un escenario material, opaco y absoluto, que permanece con pocos cambios a lo largo del tiempo, el espacio queer se manifiesta efímero y temporal, reporta encuentros dinámicos que pueden, en un corto plazo, desaparecer. Es un espacio íntimo y relativo que, antes que un emplazamiento estático, es una red flexible, que se pliega y puede yuxtaponer múltiples espacios en un mismo nodo. En este sentido, se aleja de la espacialidad hétero y homopatriarcal, que construye espacios bajo las mismas lógicas, y se acerca a la otredad topofóbica: lesbianas, trans, inter, fluid gender, entre otros (Sibalis 2003; Cattan, Clerval, 2018; Jiménez Sandi, 2016). Por sobre todas las cosas, se trata de un espacio que no está subordinado a la razón, sólo existe a partir del cuerpo y su movimiento.

La marcha seguía su curso y, en este punto, mi dominio de la visión era acotado. La luz del día perecía y no podía visualizar nada más que aquellos cuerpos que me rodeaban inmediatamente. La guía exclusiva de la experiencia era táctil. La superficie de mi epidermis contactaba las otras: firmes, húmedas, resbaladizas. Por momentos sentía texturas escamosas o aterciopeladas. Los cuerpos me presionan, me impregnan, pero a pesar de eso, me sentía tranquila y protegida. Avanzaba sobre una superficie estriada que no era el asfalto. Pisaba botellas, latas, pateaba vasos. De atrás, me sujetaba uno de mis amigos que había logrado encontrarme en esa marea de cuerpos extraviados.

El humo rojo de una bengala invadió la poca visibilidad que quedaba. Sin la vista, los otros sentidos se agudizaron. La textura granulada y espesa del humo rozó mi cara, las partículas entraron en mi boca, tocaron mi lengua y le imprimieron un gusto metálico. Los átomos odoríferos de pólvora penetraron mis orificios nasales. Las vibraciones sonoras circularon por el conducto del oído hasta llegar al tímpano y golpear su membrana. Yo tragaba agua y experimentaba la sensación táctil interior, su paso fresco por el esófago hasta llegar al estómago. Sentía cómo se ablandaban las articulaciones que antes crujían, cómo el pulso se aceleraba. La cabeza pesaba y presionaba hacia afuera. Las glándulas sudoríparas eliminaban líquidos para regular la temperatura corporal. Mi cuerpo acalorado, aunque despreocupado, sincronizaba las vibraciones del medio. La textura musical que provenía de la carroza era, cada tanto, interrumpida por un megáfono que exigía nuestro movimiento al grito de “DALE LOCA”.

Al tiempo que la marcha reformulaba el binario público-privado del espacio, disputaba su ontología. La constelación carroza-personas-música funcionaba como un circuito integrado: cuerpos, vehículos, música, temperatura, información, humores, elementos mecánicos, acústicos, táctiles. Era, en términos deleuzianos, una gran maquinaria abstracta. No se definía por sus componentes, sino por la relación entre ellos. No era la carroza, los caminantes, sus vestuarios o la música; era el movimiento, las velocidades, la fluidez y la pausa, el enrolamiento.

El tráfico de los cuerpos, sus convergencias y sus distancias, entramaba una fenomenología particular. No había charla verbalizada, la comunicación se debatía en el lenguaje corporal: bailes, abrazos, guiños, roces. Los cuerpos se movían con los ojos cerrados para un mayor gozo táctil. Muchos se besaban. Se palpaban las pieles, se rozan las curvas, se apretaban, se exprimían. Lo propio y lo ajeno, el sujeto-objeto, el cuerpo y el espacio se (con)fundían. En palabras de Donna Haraway, “deveníamos con”, en un sistema complejo, dinámico, situado y receptivo (2020). La kinestesia, que informa sobre la relación del cuerpo con el movimiento, el equilibrio y el espacio, respondía a una sensorialidad colectiva. La relación con los otros se somatizaba en la música, la presión, la densidad del aire, la condensación de la humedad, en el hedor, el vapor. La piel era esa frontera que me separaba y me unía al exterior. Con los poros, tejidos, vasos sanguíneos, fibras elásticas, células, folículos, pelos, uñas, regulaba el contacto con todo lo otro. El tacto se desdobla: tocar es también ser tocados (Maurette, 2015).

Se trataba de una gimnasia que emergía de las decenas de corporalidades fundiéndose entre sí. Como menciona Bojana Kunst (2019), el cuerpo que danza se expande, incorpora y excorpora lo que le rodea, no es ni varón, ni mujer. Es un cuerpo extenso que se constituye de diferentes módulos de información: componentes orgánicos, haces de electricidad, partículas metálicas, bacterias, materiales sintéticos, bits, fármacos. La marcha, en síntesis, no era un espacio material, sino una “exploración crítica” del espacio, una forma de apropiarlo y habitarlo (Browne, 2006). Y no existía por fuera de la experiencia, de ese teatro de subjetivación, de ese aquí-ahora, esa cronotopía, esa calle, ese evento, esa música, esa circulación llena de interferencias que la producía.

¿Dónde estábamos? El invertebrado de humanos y no humanos se atomizó levemente y dejó entrar un flujo de aire fresco. Mi cuerpo se alivianó. Habíamos llegado al Congreso. Con la apertura de la plaza, la masa se descomprimió. Era de noche. Tardamos alrededor de tres o cuatro horas en recorrer las diez cuadras previstas. Con el disfrute festivo el tiempo se autonomizó de su teleología y su regularidad unívoca. Por momentos se ralentizó y se discontinuó, por momentos se suspendió completamente, transitando en una sensación de perpetuo presente.

Como telón de fondo se encontraba el Congreso, arquetipo de edificio republicano: gris, sobrio, neoclásico, pero ahora iluminado con focos de colores que referenciaban la bandera de la diversidad. La imagen sugería la efectividad con la que los gobiernos capitalizaron esta festividad. La gente se dispersaba y mi cuerpo recuperaba su condición individual, volvía a su eje posesivo. ´Esto es mío y esto ya no lo es´ pensé contemplando el entorno. El principio de realidad freudiano volvía a delimitar el ego y lo otro. Los sentidos se restituían en sus jerarquías usuales. El tacto y la audición, que habían sido los sensores privilegiados, dejaban lugar nuevamente a la vista. La sensibilidad háptica era de a poco subordinada al aparato racional. La propiocepción, encargada de señalar la posición exacta de cada parte del cuerpo y procurarle “una sensación de sí mismo dentro del espacio,” retornaba a su eje (Le Breton, 2007:14). Los oídos, todavía embotados, agudizaban de a poco su capacidad. El espacio y el tiempo volvían a sus sentidos originales. El primero a la sucesión, el segundo a la simultaneidad. El flujo se fijaba en el lugar. Mire el reloj. Eran las 22hs. Localice a mis dos amigos restantes, dispersos en distintos puntos de la plaza. Estaban empapados, desalineados y con los maquillajes corridos, como la mayoría de las personas. Fuimos en busca del colectivo para emprender el viaje de regreso.

Conclusión

Uno de los principales objetivos de este trabajo era retratar la dimensión vivencial y afectiva de la Marcha del Orgullo en Buenos Aires. En el trayecto, señalé que esta festividad no sólo disputa la normalidad sexo-afectiva, sino que le restituye al cuerpo el rol que le fue históricamente vedado y propone nuevas formas de comprender su relación con el espacio. En este sentido, atestigüé cómo las corporalidades más estigmatizadas se tornaron protagonistas por un corto lapso y pudieron narrar su experiencia a través del movimiento. Con estrategias estético-políticas, disputaron el espacio urbano y sus códigos, el mobiliario, los monumentos, las circulaciones y las apropiaciones que cotidianamente son consignadas a prácticas patriarcales. Reclamaron derechos e inclusión, y también crearon nuevos horizontes de sentido y posibilidad. Reivindicaron el derecho al goce y dislocaron uno de los dispositivos más constitutivos de disciplinamiento: el binario público-privado.

Como señalé, las múltiples formas de habitar la marcha no se solapan, conviven entre sí. El caminar puede ser carnavalezco, desafiante, vulnerable, festivo, combativo, pero por sobre todas las cosas, se trata de un caminar colectivo (Ceccoli y Puche, 2013). En ese gesto, una multiplicidad de expresiones artísticas, celebratorias y políticas sepultan la falsa dicotomía entre evento militante o festivo. Como menciona Delgado Ruiz (1997), la “condensación festiva”, coronada en la música, en los cuerpos y en el baile, puede transformar el paisaje urbano en un paisaje moral. La fiesta es un dispositivo de fuga que visibiliza la normalidad y tiene la potencia de fracturarla, por tanto, se trata de un espacio profundamente político. La marcha en Buenos Aires es tan festiva como combativa.

Además de repolitizar el escenario urbano, la marcha exhibió su capacidad para poner en crisis la ontología del espacio, delineando una imaginación geográfica alternativa al devenir newtoniano-cartesiano que separa sujeto, objeto y espacio. El término simpoiesis parece reponer esta lógica (Haraway, 2020). La marcha, en tanto constelación de cuerpos, temperaturas, información, máquinas, música, humores, era un sistema producido colectivamente. No había individualidades posesivas sino contingencias que se interpenetraban, se rodeaban, se atravesaban, se asimilaban. Antes que nodos estáticos y emplazamientos, traté de conjurar una mirada atenta a los espacios relacionales y efímeros, los movimientos, las gimnasias y las asociaciones propias de una espacialidad postantropocéntrica o queer.

Como mencioné en la introducción, numerosas producciones abordaron la marcha desde diferentes perspectivas. Desde la geografía cultural, la sociología, la antropología, el derecho o la historia se exploraron múltiples temáticas, entre ellas las performances corporales de sus asistentes. Sin embargo, ninguna dio cuenta del cuerpo del investigador y su sensorialidad. Es por eso que en este trabajo propuse reponer esa vacancia y agenciar la etnografía desde la propia carnalidad. Creo necesario desarrollar una narrativa literaria que mixture empiria y teoría, dando cuenta cómo el campo interviene el cuerpo. Relaté la emergencia de sentidos-otros en un recorrido que transitó de una sensorialidad óptica hacia una experiencia más háptica. Con la intención de trazar nuevas rutas sensoriales entre el cuerpo y el espacio, di cuenta de lo visto, pero también de lo tocado, de lo sentido, de los espesores ambientales, de los contactos epidérmico, de las percepciones interiores, los equilibrios. Con más o menos aciertos, traté de crear algunas “estrategias y políticas textuales” para dar cuenta del carácter vivido de lo social (Quirós, 2014).

Como menciona Maurette “la sensación es intransferible, la experiencia incomunicable” (2015:217). La memoria corporal es simultánea, flotante y rizomática. Eso colisiona con la lógica textual que tiene un ordenamiento secuencial y responde a una serie de reglas instituidas. Por eso, como también advertí en la introducción, el trabajo se constituye como un desafío epistemológico o un ejercicio de traducción, más no como una totalidad acabada. Todo registro etnográfico supone una afectación absoluta y, a pesar de las mermas inevitables entre lo vivido y lo escrito, es un deber académico tratar de trasmitir esa afectación al lector.

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2 Las formas de expresión son múltiples -marchas reivindicativas, celebraciones festivas y otras prácticas en el espacio público. No obstante, por operatividad y para brindar claridad narrativa, referiré al evento en su forma nativa, “marcha”.

3 A los gays y lesbianas que lideraron la representación del colectivo en la década del 80s, se sumaron travestis y transexuales en los 90s, y posteriormente bisexuales, transgenero, intersexuales y otras disidencias realtivas al deseo como demisexuales, asexuales, pansexuales, etc. (Bellucci, Rapisardi, 2001; Moreno, 2008). En la actualidad la sigla LGBTQ+ refiere a Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales, Intersexuales, Queer, y otras.

4 Por citar ejemplos de las marchas más convocantes además de Buenos Aires: en Rosario se realizó por primera vez en 1996 pero discontinuó sus ediciones hasta el año 2008; en Córdoba comenzó a celebrarse en el año 2009 y en Mendoza en 2011. En 2019 se contabilizaron 77 celebraciones por el día del orgullo en todo el país.

5 La atención flotante es una expresión difundida por el psicoanálisis freudiano según la cual el analista no debe privilegiar los elementos discursivos que utiliza el analizado, sino indagar en por qué los utiliza, cómo los enuncia, etc. La técnica puede trasladarse hacia otros campos si es entendida como la suspensión de todo lo que habitualmente focaliza la atención, redirigiéndola desde elementos conscientes o en primer plano, hacia aquellos localizados en un segundo plano y que aparentan ser más insignificantes.

6 La Plaza Libertad es emblemática para la lucha LGBTIQ+ ya que es la zona “roja” de la ciudad y el espacio de concentración de la Marcha del Orgullo Rosario.

7 Este colectivo nació cerca del año 2010 cuando un grupo de mujeres trans se juntaron en el Centro Cultural “La Toma” para discutir y militar la Ley de Matrimonio Igualitario y la Ley de Identidad de Género.

8 El Yire” es un colectivo que deriva de “Fuertsa” que desde el año 2018 milita el reconocimiento de los derechos laborales de trabajadores sexuales y aliades.

9 El trayecto va desde la sede del poder ejecutivo hasta la sede del poder legislativo. Se trata de un eje emblemático en la historia de las luchas políticas en Argentina.

10 El acto del dragueo remite a la figura de la drag teorizada por Judith Butler (2006) en tanto puesta en escena que parodia la matriz de determinación sexo-género establecida. A través de su vestimenta, gestos, movimientos, discursos, la drag desborda y pervierte la idea del género como algo natural

11 Por citar otras consignas que circularon en esta edición: “Ley de cupo laboral trans”, “Basta de crímenes de odio”, “Aplicación de la ley de educación sexual integral”, “Basta de genocidio trans”, “Nueva Ley de VIH/Sida”.

12 La Giovanni es una artista trans que ganó popularidad en los medios televisivos en 2010. Su dicho era “giro y sigo”.

13 Había carrozas del Frente de Izquierda, Movimiento Evita, La Cámpora, Nuevo Encuentro, la Coalición Cívica ARI, el Sindicato de Telefónicos, Asociación de los Trabajadores Estatales, entre otras.

14 Este tipo de carrozas tiene una amplia presencia en la marcha, pero no ha estado exenta de polémicas. A pesar de acompañar algunas demandas, los partidos políticos pecan de desconocimiento o lejanía de los fundamentos del movimiento de la diversidad, por lo que su presencia ha sido motivo de debate en más de una ocasión (Rodrigou, Lopez, Ducant, 2013).

15 El techno es un subgénero de música electrónica

16 Paki es un neologismo utilizado para referir despectivamente a las personas heteronormadas. Deriva del término “paquidermo”, relativo a los mamíferos de pieles gruesas y duras.

17 El Disc-jockey es la persona encargada de seleccionar, mezclar y sintetizar música frente a una audiencia.

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