La paradoja de Taylor y el “drama” de Lévi-Strauss: acerca de la construcción histórica en arqueología

Javier Hernán Nastri

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad de Buenos Aires

Universidad Maimónides

Argentina

jnastri@filo.uba.ar

https://orcid.org/0000-0001-9585-0363

Taylor's paradox and Lévi-Strauss's “drama”: about historical construction in archeology

Abstract

Two works from the mid-20th century are visited that address the issue of historical construction by three branches of anthropology: ethnology, ethnography and archaeology. In them, attention is paid to the difficulties involved in the production of history in relation to societies that lack written documents. The points made by Taylor and Lévi-Strauss are further examined in the light of recent developments in the philosophy of history in relation to the concept of narration. The confrontation allows us to understand challenges posed by the construction of history from material sources.

Keywords

History, History, Archeology, Narration

O paradoxo de Taylor e o “drama” de Lévi-Strauss: sobre a construção histórica na arqueologia

resumo

São visitadas duas obras dos meados do século XX que abordam a questão da construção histórica por três ramos da antropologia: a etnologia, a etnografia e a arqueologia. Nelas, examinam-se as dificuldades da produção da história em sociedades carentes de documentos escritos. Os pontos indicados por Taylor e Lévi-Strauss são examinados à luz dos desenvolvimentos recentes na filosofia da história em relação ao conceito de narração. O confronto permite compreender os desafios que implica a construção da história a partir de fontes materiais.

palavras-chave

História - Antropologia - Arqueologia - Narração

FECHA DE RECIBIDO 12/02/2023

FECHA DE ACEPTADO 22/04/2023

COMO CITAR ESTE ARTICULO

Nastri, J. (2023) La paradoja de Taylor y el “drama” de Lévi-Strauss: acerca de la construcción histórica en arqueología. Revista de la Escuela de Antropología, XXXII, pp.1-19 DOI 10.35305/rea.viXXXII.244

Resumen

Se analizan dos obras de mediados del siglo XX que abordan la construcción histórica por parte de la etnología, la etnografía y la arqueología. Se abordan las dificultades que conlleva la producción de historia en relación a sociedades que carecen de documentos escritos. Los puntos señalados por Taylor y Lévi-Strauss son posteriormente examinados a la luz de desarrollos recientes de la filosofía de la historia en relación con el concepto de narración. La confrontación permite comprender los desafíos que implica la construcción de historia a partir de fuentes materiales.

Palabras Clave

Historia, Antropología, Arqueología, Narración

Introducción

Hacia fines de la primera mitad del siglo XX, Walter Taylor planteó la paradoja de la arqueología: “es antropología, pero hace historia”. Para entonces, el concepto arqueológico de cultura se hallaba bien extendido, con una significación distinta tanto a la que tenía en la teoría antropológica de entonces, como a la que adquiriría con posterioridad. Casi en simultáneo del provocador ensayo de Taylor, Lévi-Strauss se refería a las grandes dificultades para conocer el pasado de los pueblos sin escritura. A pesar de ellas, sostenía que no era completamente pesimista en relación a la posibilidad de poder alcanzar al menos “un poco de historia” (Lévi-Strauss, 1969:13). A lo largo del tiempo, la intensidad y el carácter de las relaciones disciplinarias entre antropología, arqueología e historia han ido experimentando cambios. En el presente texto se analiza el modo en el cual los problemas identificados por aquellos autores, siguen presentes, al tiempo que posteriores aportes ofrecieron nuevas vías para la comprensión y superación de los mismos.

El original aporte de Taylor

Un estudio de arqueología de Walter Taylor (1948) ha sido señalado como el libro maldito que condenó a su autor al estatus de “paria” dentro del medio académico de su época, siendo una suerte de “profeta” y también “pionero” de los cambios que sacudirían en las siguientes décadas a la arqueología norteamericana y a la de habla inglesa en general (Maca, 2010).

Es claro que fue el trato prodigado a célebres colegas de la época -en el infausto capítulo tres dedicado al análisis de la arqueología americanista en EEUU- el que le deparó la condena con la que cargaría Taylor hasta el final de sus días. En cierto modo, entonces, dicho capítulo opacó la importancia de los valiosos desarrollos presentados en los otros cinco. Por ejemplo, en el primero, dedicado a la historia de la arqueología, el autor advertía la precedencia de ésta por sobre la antropología cultural, la cual recién se iniciaría tras la aceptación de la extensión de las ideas de Darwin a los fenómenos culturales. De esto resultaría por un lado la noción de que la civilización europea occidental era la cúspide del proceso evolutivo y, en consecuencia, que los pueblos iletrados eran supervivencias o fósiles vivientes de los estadios anteriores de la evolución. Así fue que, para aquellos interesados en la cultura, las civilizaciones modernas y letradas perdían su atractivo en favor de las “primitivas”. Pero esta preocupación de la antropología por los pueblos iletrados, destaca Taylor, “sólo era un medio para alcanzar un fin y no un fin en sí mismo” (Taylor, 1948:20).

Esta interpretación de la conformación de la ciencia antropológica como producto de la extensión de las ideas de Darwin al estudio de la cultura permite comprender por qué este conglomerado perdió cohesión en las últimas décadas (Hodder, 2003). El desinterés de la antropología por la arqueología y la historia es coincidente con su abandono del evolucionismo. Que la arqueología en el mundo angloparlante luego se distanciara cada vez más de la teoría antropológica contemporánea, al tiempo que actualizaba su compromiso con el darwinismo (Binford, 1962), también es otro elemento en favor de la interpretación de Taylor.

Es el capítulo dos del libro el dedicado a la pregunta a la cual nos referimos en el título de este trabajo: “Archeology: history or anthropology?” Taylor reconoce dos formas de definición de una disciplina científica. La explícita, en la cual se detallan lel tema que lo ocupa y las metas y objetivos; y aquella por implicación, en la cual se establece que una disciplina es una rama de otra, con lo cual se le transfieren la materia, metas y objetivos de la última. Al repasar las definiciones ensayadas por diversos autores, advierte que cuando se emplea el primer método, se habla del objetivo de “reconstruir la historia”; mientras que cuando se lo hace del segundo modo, se establece que la arqueología es una rama de la antropología cultural (Taylor, 1948:25-26).

Taylor sostenía que, en lo que respecta a los primeros objetivos de investigación, la tarea del historiador coincidía en todo con la del antropólogo, y que la diferencia se instauraba a partir de un objetivo adicional-exclusivo de la antropología-, en torno al concepto de cultura. Pero en la práctica, la fascinación de los evolucionistas con este último constructo original de la disciplina los llevó muchas veces a saltearse el nivel de estudio del contexto. Y eso continuó ya en el siglo XX a pesar de que Boas había recordado lo imprescindible de resolver la cuestión del contexto antes de pasar a la instancia del estudio de la naturaleza de la cultura, de las “constantes culturales, de los procesos o regularidades” (Taylor, 1948:38).1

En primer lugar, no deja de resultar curiosa la convicción de Taylor respecto de la identidad entre el modo por el cual historiadores y antropólogos conforman ese nivel integrador, de síntesis, o de “imagen” de la sociedad estudiada. En historia es muy amplia la bibliografía respecto de la “narración”, que indudablemente implica un aspecto dinámico y diacrónico, ausente en la idea de “imagen”. Si bien es cierto que la historia estructural refuerza el interés en un panorama algo más fijo que el torbellino de eventos propio de la historia política más tradicional, el aspecto del cambio en el tiempo nunca puede estar ausente, mientras que, en las visiones etnográficas de una sociedad, de hecho, es común que lo esté.

Luego Taylor planteaba la existencia de un siguiente momento en la investigación, posterior al de la definición del contexto, centrado en el de cultura. Rechazaba que la diferencia entre historiografía y antropología radicara en el hecho de que las sociedades estudiadas poseyeran o no escritura, es decir , que fueran “civilizadas” o “primitivas”. La diferencia radicaba, según él, en los objetivos de las disciplinas: el de la historiografía era la construcción de contextos culturales, mientras que el de la antropología cultural, “el estudio comparativo de la naturaleza y las obras de la cultura” (Taylor, 1948:41). Siguiendo este planteo, Taylor deducía lógicamente que la etnografía sería entonces una rama de la historiografía antes que de la antropología cultural.Por lo tanto,la confusión de asociar habitualmente a la práctica etnográfica con la antropología fue un producto de aquello que con posterioridad Latour definiera como “la gran división” entre el occidente civilizado y las sociedades primitivas (Latour, 1993), que Taylor advertía señalaba con clarividencia ya entonces que, en la construcción de contextos culturales, los historiadores pueden echar mano de generalizaciones antropológicas, sociológicas, etc. De esta manera las relaciones entre historiografía y antropología eran de complementariedad (Taylor, 1948:42). Lo mismo valdría para la arqueología. En la medida en que la investigación esté dirigida a la construcción de contextos, el trabajo no sería otra cosa que historiografía; no importa el hecho de que la arqueología trabaje la mayor parte del tiempo con registros no intencionales o fortuitos de acuerdo con la definición de Holmes (1919) que retoma el autor. Sólo cuando procede a realizar “un estudio comparativo de la naturaleza y las obras de la cultura en sus aspectos formales, funcionales y de desarrollo”, puede ser considerado en este sentido un “antropólogo que trabaja con materiales arqueológicos” (Taylor, 1948:43)2. Un buen ejemplo contemporáneo podrían ser las referencias de Descola a los casos azteca o inca para ilustrar su ontología analogista (Descola, 2012:310). De modo que la instancia del análisis propiamente antropológico, para Taylor, quedaba de manifiesto con claridad. Resta examinar, entonces, su concepción de la construcción histórica, para la cual propuso un nuevo enfoque, al cual denominó “conjuntivo”. Las características más importantes y distintivas del mismo residían, para el autor, en “una actitud mental” y en unos “objetivos amplios”, “con los cuales el arqueólogo ataca su investigación” (Taylor, 1948:152)3 Esto queda expuesto de forma elocuente en su esquema sinóptico de dicho enfoque presentado en una tabla (Taylor, 1948:153), el cual consiste en una enumeración de distintas actividades y productos habituales de la práctica arqueológica, las últimas de las cuales se postulan como sinónimos de las disciplinas y subdisciplinas involucradas en la paradoja mencionada. De este modo resulta plenamente coherente con la discusión planteada en el primer capítulo de su libro, la manera en que el nuevo “enfoque” consiste en una búsqueda de adecuación de la labor arqueológica a la cuestión de la articulación entre las distintas disciplinas.

El primer tópico que aborda es la de la destrucción de la evidencia arqueológica en el proceso de colecta de la misma. Esta argumentación tiene como consecuencia imponer la necesidad de un registro completo, más allá de aquello que sea estrictamente relevante respecto del problema de investigación. A su vez, lo anterior es lo que define al arqueólogo como técnico dedicado a la producción de datos. Cuando hace uso de dichos datos para algún propósito, “se convierte a la disciplina cuyos conceptos emplea y a cuyas metas aportará” (Taylor, 1948:155).4

La ambivalencia de Lévi-Strauss respecto de la historia

Hacia fines de la década de 1940, Lévi-Strauss colocaba a la arqueología entre las ciencias humanas, un conjunto del cual, postulaba, la antropología no podía desprenderse, más allá de su “juramento de fidelidad a las ciencias sociales”; así como tampoco podía desprenderse de las ciencias exactas y naturales con las cuales se vinculaba a través de la antropología física (Lévi-Strauss, 1969:324). Y en la medida en que la antropología quería (sic) “ser una ciencia semiológica”, se ubicaba “resueltamente en el plano de la significación”, reforzando así su pertenencia a las humanidades (Lévi-Strauss, 1969:328). Al dedicar el capítulo con el que abre la Antropología Estructural a las “relaciones entre las ciencias etnológicas y la historia”, señalaba que este era “al mismo tiempo su drama interior puesto en descubierto”5. Lo enunciaba de la siguiente manera:

O bien nuestras ciencias se ocupan de la dimensión diacrónica de los fenómenos, es decir, del orden de éstos en el tiempo, y entonces son incapaces de hacer su historia, o bien intentan trabajar a la manera del historiador, y entonces la dimensión del tiempo se les escapa. Pretender reconstruir un pasado cuya historia no se puede alcanzar, o querer hacer la historia de un presente sin pasado -drama de la etnología en un caso, de la etnografía en el otro-, como quiera que sea, tal es el dilema al cual el desarrollo de una y otra en los últimos cincuenta años parece haberlas condenado con demasiada frecuencia (Lévi-Strauss, 1969:3)

En primer lugar, plantea una oposición entre la construcción de la diacronía de los hechos y el “hacer la historia”. Entendemos que en relación a esta idea, Levi Strauss concibe una práctica que excluye a lo primero, que ya estaría dado en el trabajo habitual del historiador, en la medida en que los documentos están por lo general, fechados. La construcción de una “diacronía de los hechos”, no sería parte del “hacer la historia”, sino una actividad preparatoria de ella. C uando habla de que, al pretender trabajar el etnólogo a la manera del historiador, “se le escapa la dimensión del tiempo”, esto sería, justamente, por la falta de una construcción diacrónica. A la arqueología correspondería entonces “el drama de la etnología”: pretendería reconstruir un pasado sin poder alcanzar su historia. Aquí vale detenerse un instante en su utilización del término “reconstrucción”, el cual toma de Boas: “En lo que concierne a la historia de los pueblos primitivos, todo lo que los etnólogos han elaborado se reduce a reconstrucciones, y no puede ser otra cosa” (Boas en Lévi-Strauss, 1969:6). Resulta evidente que reconstrucción para Boas era un producto menos logrado que la historia corriente -por ser más incompleto, entre otras cosas-, pero aún así no dejaba de ser legítima (Boas, 1936:140). Es interesante contrastar esta posición con la de Taylor, quien directamente rechazaba la posibilidad de entender la historia en esos términos. Para el norteamericano, tanto la historia como la arqueología construyen pasado (Taylor, 1948:35)

Lévi-Strauss, por su parte, aunque no parece haber estado al tanto del libro de Taylor, casi no usa el término reconstrucción y destaca por “heroica” la respuesta del antropólogo alemán a aquellos que le reprochaban “no haber elaborado la historia de tal o cual aspecto de una civilización”: “Desgraciadamente, no contamos con ningún hecho que arroje alguna luz sobre estos desarrollos” (Boas en Lévi-Strauss, 1969:6). Pero el reconocimiento de estas “limitaciones” no implicaba para Lévi-Strauss una renuncia a la historia, porque a partir del estudio

detallado de las costumbres y de su lugar en la cultura global de la tribu que las practica, junto a una exploración acerca de la distribución geográfica de las mismas en las tribus vecinas, permite determinar por un lado las causas históricas que han conducido a su formación, y por otro los procesos psíquicos que las han facilitado (pp.6)

para lograr esta determinación era necesario acotar la región de estudio a un área pequeña, claramente delimitada, evitando extender la comparación por fuera de ella. Pues para que una recurrencia de costumbres o instituciones análogas pudiera ser tomada como prueba de contacto, era necesario, para Lévi-Strauss, contar con una “cadena continua de hechos del mismo tipo que permita vincular los actos extremos a través de toda una serie de intermediarios “ (Lévi-Strauss, 1969:7). Y si bien “no se obtiene nunca una certidumbre cronológica; es posible, con todo, alcanzar probabilidades muy altas, referentes a fenómenos o grupos de fenómenos limitados en extensión en el espacio y en el tiempo” (Lévi-Strauss, 1969:7). Aquí podemos comenzar a comprender la afirmación acerca del “drama de la etnología” en torno a la pretensión de reconstruir un pasado cuya historia “no se podría alcanzar”, ocupándose de seguir la dimensión diacrónica de los fenómenos. Es la incertidumbre cronológica, junto con el estudio de elementos puntuales y en extensiones limitadas, aquello que estaría marcando la diferencia con una construcción plenamente histórica. ¿Será que la etnología puede realizar reconstrucciones y en el mejor de los casos, determinar causas históricas, pero no más? Más adelante lo aclara tras considerar el caso del estudio de la distribución geográfica de las formas de organización social en el Norte de América del Norte, el cual demuestra lo difícil que resulta incluso a partir de investigaciones rigurosas, “atrapar la historia” (Lévi-Strauss, 1969:7). Pero esta comprobación, en lugar de arrojarlo a un “agnosticismo histórico completo”, refuerzan su confianza, al igual que Boas, en un “esfuerzo modesto y consciente de reconstitución histórica, con objetivos precisos y limitados” (Lévi-Strauss, 1969:8). Se trata de hacer la historia de sociedades “sobre las cuales poseemos documentos que desalentarían al historiador” y por lo tanto Boas consideraba que era necesario aplicar las exigencias del físico:

Cuando lo logra, sus reconstrucciones alcanzan verdaderamente la historia, pero una historia del instante fugitivo, el único que puede ser atrapado, una “microhistoria”, que se relaciona tan poco con el pasado como la “macrohistoria” del evolucionismo y el difusionismo6 (Lévi-Strauss, 1969:9)

Lévi-Strauss, siguiendo en esto a Boas, muestra una cierta ambivalencia en torno a la posibilidad de la etnología de construir historia. Por un lado, señala que lo más que se puede aspirar es a realizar reconstrucciones; pero por otro lado confiaba que, en casos puntuales y “fugazmente”, si se da un número de condiciones, es posible “atrapar la historia”, produciendo una “microhistoria”, en lugar de la macro historia perseguida por la etnología. Para Lévi-Strauss, Boas representa la postura del “esfuerzo desesperado por superar exigencias contradictorias a fuerza de rigor, de trabajo y de ingenio” (Lévi-Strauss, 1969:9). Mientras que Kroeber y Malinowski habrían ensayado dos caminos opuestos entre sí: el primero suavizando los estrictos criterios de validez establecidos por Boas para las reconstrucciones históricas -dado que pensaba que ni siquiera los mismos historiadores los aplicaban-; mientras que Malinowski y su escuela, siendo conscientes de las dificultades de llevar a la práctica la reconstrucción histórica en antropología dieron directamente por clausurados los esfuerzos al respecto (Lévi-Strauss, 1969:9). Para Lévi-Strauss “poquísima historia (porque tal es, desgraciadamente, el destino del etnólogo) vale más que nada de historia” (1969:13). Sin esa pequeña pizca de historia no sería posible por ejemplo distinguir entre funciones primarias -las que responden a necesidades actuales del organismo social- y funciones secundarias -las que se mantienen sólo por hábito: “porque decir que una sociedad funciona es una trivialidad; pero decir que en una sociedad todo funciona es un absurdo” (Lévi-Strauss, 1969:13).

De modo que, dada cierta contradicción que da a entender tácitamente Lévi-Strauss entre buscar construir cronología y al mismo tiempo, hacer historia, descree de la posibilidad de realizar una historia global y en cambio, postula la posibilidad de una “micro-historia” (1969:9), entendida como el reconocimiento de elementos que vienen del pasado. Sin pretender que esto fuera comprobado cronométricamente, el autor se conformaba con inferirlo a partir de la comparación entre el lugar de un elemento en grupos relacionados o próximos, dentro de un área acotada.

El capítulo fue publicado originalmente en 1949, apenas dos años después de los inicios del desarrollo de la técnica de la datación de Carbono 14 (14C), y antes de que fuera conocida e implementado su uso comercial, con lo cual el autor no pudo tener en cuenta la posibilidad de contar con este precioso recurso para la construcción de cronologías en contextos ágrafos que, por otra parte, demoraría muchas décadas en popularizarse y perfeccionarse, por ejemplo, a partir de los avances en las técnicas de calibración. Pero, aún si al momento de realizar su reflexión Lévi-Strauss hubiera contado con la existencia de este recurso verdaderamente revolucionario para la arqueología, quizás no hubiera alterado sus prevenciones respecto de la capacidad de la etnología para hacer historia, en función de una aparente noción acerca de cierta incompatibilidad entre la construcción de cronología e historia por parte de un mismo autor o en el curso de una misma investigación. Pues algo de esto pareció implicar décadas más tarde en entrevista con Eribon, a propósito de la obra de Foucault, cuando opinó que éste: “se toma algunas libertades con la cronología. Como si él supiera de antemano lo que quería probar y buscase luego los elementos para apuntalar su tesis. Y eso, de parte de un historiador de las ideas, me molesta” (Lévi-Strauss y Eribon, 1990:102). Sin duda que, aun dando por descontada la honestidad intelectual, la elaboración de cronología arqueológica se encuentra tan inextricablemente ligada en la práctica de un investigador con sus propias tesis de trabajo que puede tomarse como una objeción seria la crítica a la pretensión de construir ambos recursos -cronología e historia-de manera cuasi simultánea, como es frecuente en arqueología.

Por otra parte, Lévi-Strauss entendía el término “reconstrucción” en un sentido distinto al de Taylor, quien lo concebía como una suerte de recreación de la realidad del pasado de imposible verificación y por lo tanto fuera de la posibilidad de su conocimiento (Taylor 1948:35). Lévi-Strauss también rechazaba el término, aunque por otra razón: por el hecho de no haber existido nunca una realidad única del pasado, sino tantas como miembros de un grupo. Pero finalmente coincidía con Taylor al equiparar el trabajo de historiadores y etnógrafos:

Todo lo que el historiador y el etnógrafo consiguen hacer -y todo lo que se les puede exigir- es ampliar una experiencia particular hasta alcanzar las dimensiones de una experiencia más general, que por esta misma razón resulta accesible “como experiencia” a hombres de otro país o de otro tiempo. Y ambos lo logran bajo las mismas condiciones: ejercicio, rigor, simpatía, objetividad (Lévi-Strauss, 1969:18)

En cambio, se distanciaba de la postura de Taylor al señalar que las diferencias entre antropología e historia no son de objeto ni de propósito, ni de método: “se distinguen sobre todo por la elección de perspectivas complementarias: la historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la etnología en relación con las condiciones inconscientes” (Lévi-Strauss, 1969:19).

No obstante, lo anterior, Lévi-Strauss (1969) aclara que

sería, pues, inexacto decir que por el camino del conocimiento del hombre, que lleva del estudio de los contenidos conscientes al de las formas inconscientes, el historiador y el etnólogo avanzan en direcciones opuestas: ambos siguen en el mismo rumbo. Que el movimiento que realizan de concierto les aparezca, a cada uno, bajo modalidades diferentes –para el historiador, pasaje de lo explícito a lo implícito; para el etnólogo, de lo particular a lo universal –no altera la identidad el itinerario fundamental (pp. 24-25).

De esta manera considera que la cuestión de la presencia o ausencia de documentos escritos no constituye la diferencia esencial, pues antes que explicar los caracteres profundos identificados, resulta un derivado de ellos. Toda la cuestión entonces se trata

de una diferencia de orientación y no de objeto; de dos maneras de organizar datos que son menos heterogéneas de lo que aparentan. El interés del etnólogo recae sobre todo en lo que no está escrito, no tanto porque los pueblos que estudia sean incapaces de escribir, sino porque su objeto de interés difiere de todo aquello que habitualmente los hombres piensan en fijar sobre la piedra o el papel (Lévi-Strauss, 1969:25).

Para Taylor, antropología tenía un carácter evolutivo, mientras que para Lévi-Strauss obviamente no. Ambos se distanciaban de la tradicional etnología, con la diferencia que Taylor le reservaba -no sin cierto desgano- su lugar en el esquema conjuntivo -la sección “E” dedicada a la comparación, con sus componentes culturales y cronológicos-; mientras que Lévi-Strauss usa el rótulo en dos sentidos: el de la misma práctica tradicional aludida por Taylor, y el de equivalente a la antropología cultural integrante del más amplio campo antropológico, tal como se la entiende en la actualidad (Hodder, 2003; Lyman, 2007:135).7

En síntesis, si para Taylor la arqueología hacía historia al construir contextos culturales del mismo modo que la etnografía, para Lévi-Strauss a la etnografía le costaba bastante hacer la historia de un presente “sin pasado”; así como a la etnología, al construir cronología de una manera tan imperfecta, se le escapaba el riguroso método de trabajo mediante el cual los historiadores logran recuperar elegantemente los acontecimientos pretéritos. Además, cabe pensar que pudo tener también sus dudas acerca de la construcción cronológica e histórica en simultáneo. El papel de la cronología como componente de la construcción histórica -algo dado por hecho por lo general por los historiadores que reflexionan sobre su práctica-, formó parte, junto con otros tópicos trascendentes, de las reflexiones acerca de la historia por parte de filósofos y críticos literarios, desde comienzos de la década de 1970.

Los componentes de la historia

Con la obra Metahistoria (White, 1992b), publicada originalmente en 1973, en la cual su autor Hayden White analizaba los componentes literarios de la obra de historiadores del siglo XIX, se revitalizó el campo de la filosofía de la historia al tiempo que las numerosas polémicas suscitadas involucraron también a los historiadores (Araujo et al., 2013), independientemente de su debate interno en torno a la cuestión de la narración en historia disparado por el artículo de Tony Judt (1979; Stone, 1979; Hobsbawn, 1980). En un posterior volumen, de corte más teórico, White afirmaba que para que un texto sobre acontecimientos reales del pasado se considere una “verdadera” historia, no basta con que trate juiciosamente las pruebas y con que presente los acontecimientos de acuerdo con la secuencia cronológica en que originalmente se produjeron; además los acontecimientos deben narrarse; esto es: deben “revelarse como sucesos dotados de una estructura, un orden de significación que no poseen como mera secuencia” (White 1992:21). Dicha estructura se funda en un argumento, una continuidad de acontecimientos, la presencia de la agencia humana y un “final” para el relato; forma y coherencia son los elementos que vuelven aceptable a una historia (Last, 1995:146; Stone, 1979).8 La “continuidad de acontecimientos” es sin duda el mayor problema que debe enfrentar la producción de historia en contextos etnográficos como los aludidos por Lévi-Strauss. Mientras que el conjunto de ejemplos utilizados por Taylor para ilustrar su enfoque conjuntivo, así también como su concepción de equivalencia entre los productos de la historiografía y la etnografía en términos de “imagen”, muestra que, en el curso de la labor arqueológica, la mencionada estructura puede estar por lo general ausente. en ese sentido, su paradoja quedaría contradicha, pues la arqueología se involucraría así con materiales y preguntas históricas, pero no haría propiamente historia. No obstante, autores como Childe se reconocían y eran reconocidos como historiadores (Childe, 1973:14; Kaye, 1989:9). La afirmación de Childe acerca de que “al historiador toca revelar la existencia de un orden en el proceso de la historia humana” (Childe, 1973:14) tiene sin duda similitudes con la idea de White acerca de la narrativa como estructura de sentido. En Tiempo y Narración, Paul Ricoeur entendería dicha revelación en términos de mimesis, una imitación creadora; la cual no es un calco de la realidad preexistente ni un redoblamiento presencial, sino un corte que “abre el espacio de ficción” (Ricoeur, 1995). Esto último es de gran relevancia para la arqueología, que se topa efectivamente con una variedad de ítems, incluso de ambientaciones, que se conservan de dicho pasado. La tentación de considerar que el pasado son las cosas y el arreglo de las mismas, antes que un “espacio de ficción”, quizás sea el mayor canto de sirenas al que debemos naturalmente resistirnos.

A diferencia de lo tangible del resto material del pasado, la mímesis implica en cambio una relación de analogía de la construcción ficcional con el pasado efectivo. Ricoeur la descompone en tres instancias: Mímesis I implica una referencia al antes de la composición poética, la realidad del pasado que constituye el objetivo explícito de la investigación histórica (y arqueológica). Requiere una pre-comprensión de la acción: una concepción de qué cosas pudieron hacer los hombres y mujeres del pasado, de acuerdo a determinados fines y motivos; una valorización de acuerdo con una escala moral; y el reconocimiento en la acción de estructuras temporales que exigen narración. Elementos presentes en muchos abordajes arqueológicos, entre ellos, el enfoque conjuntivo de Taylor. Mímesis II alude a la función base de la creación o composición de la trama en la producción de los textos históricos. Constituye el acto configurante, la función sintética del entendimiento por intuición, a partir del despliegue de la imaginación creadora que practica el “tomar juntos” los datos, ejercitando el juicio. Mímesis III, por último, alude al después de la composición textual. Refiere a la intersección del mundo del texto y del mundo del oyente o del lector9, de quien en definitiva surge el interés por la historia

Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas necesitan y merecen contarse. Esta observación adquiere toda su fuerza cuando evocamos la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores. Toda historia del sufrimiento clama venganza y pide narración (Ricoeur, 1995:145)

Consideramos que, quizás, el problema principal de la construcción histórica en arqueología es que en ocasiones no se sabe quiénes fueron los vencedores y quiénes los vencidos; y, a veces, ni siquiera en qué orden se dieron las batallas; y si es que las hubo, o fueron simples ritos de clausura de los lugares. Pero esto no implica impedimento para que el interés por la política pueda de todas maneras constituir el norte de la investigación. Porque, como señala Ricoeur, todo historiador quisiera que su construcción fuera en realidad una reconstrucción, pero como eso es imposible, queda en deuda con los muertos del pasado. Y esta deuda sólo se agudiza cuando hay crímenes y víctimas de por medio (Ricoeur, 1995:912).10 En el caso de la arqueología, con la mayor carga de incertidumbre referida, la deuda sería así mayor.

Por su parte White, siguiendo a Hegel, sostiene que es el interés por el sistema social (un sistema de relaciones humanas regido por la ley) el que “suscita la posibilidad de concebir los tipos de tensiones, conflictos, luchas y sus varios tipos de resoluciones que estamos acostumbrados a hallar en cualquier representación de la realidad que se nos presenta como historia” (White, 1992:29). En Una historia del antiguo Sudoeste, Stephen Lekson (2008) intenta explícitamente una construcción histórica que, tal como postulaba White, se encuentra organizada por la cuestión de la ley o la autoridad, a partir de la interpretación de muchos cambios en las configuraciones del registro arqueológico como producto de los intentos de las elites económicas en conducir los destinos de las poblaciones que integraban. Si bien el análisis de esta obra excede los alcances del presente trabajo, su existencia testimonia que la cuestión de la construcción histórica en arqueología continua siendo objeto de reflexión y puesta a prueba, a pesar del impacto de la corriente procesual, con su orientación evolutiva (Lyman, 2007).

Conclusiones

Hacia mediados del siglo XX, Taylor y Lévi-Strauss pusieron de manifiesto ciertos problemas en torno a la cuestión de la historicidad en arqueología y antropología, respectivamente. De modo contradictorio, mientras que el el autor francés enfatizaba la gran dificultad que conllevaba “atrapar la historia” en relación a contextos etnográficos, así también como a pretender construirla en paralelo de la confección de una cronología “etnológica”, Taylor creía resolver la paradoja disciplinar de “ser antropología pero hacer historia”, equiparando a esta última con la elaboración de “contextos culturales” como aquellos generados entonces por la etnografía. Los aportes más recientes en torno a la filosofía de la historia han puesto el foco sobre ciertos componentes que echan luz acerca de los problemas identificados por los primeros autores repasados. Más allá de la resolución del tema del ordenamiento cronológico y de la crítica de las fuentes, la posibilidad de narrar y de que el interés político pueda organizar el sentido de la producción textual son aspectos que se revelan como los principales problemas en la construcción de historia a partir de fuentes arqueológicas.

Los arqueólogos norteamericanos pronto condenarían a Taylor al olvido, si bien la gran mayoría de sus propuestas metodológicas fueron implementadas por las posteriores corrientes de pensamiento y forman hoy parte del protocolo corriente de trabajo (Maca, 2010). En cambio, su búsqueda de cultivo simultáneo de la antropología y la historia, fue dejado de lado en las siguientes décadas. De hecho, resulta significativo que el manifiesto de la Nueva Arqueología tuviera el título de “Arqueología como antropología” (Binford, 1962). Y como más recientemente dejara claro Lyman, el interés de esta tradición procesual es lograr un asiento en la “alta mesa de la antropología”, para lo cual la exploración de la vía evolutiva parecería ser la más promisoria (Lyman, 2007). Esta búsqueda de prestigio corporativo, poco tiene que ver con lo advertido por autores como White y Ricoeur respecto de las motivaciones críticas que impulsan la dedicación a la tarea de la construcción histórica. La actual coyuntura política, en la cual se advierten los efectos de la sustitución de la verdad por la información (Han, 2022), pone de relieve la necesidad imperiosa de ciencias sociales que tengan la voluntad y la capacidad de distinguir entre lo verdadero, lo falso y lo ficticio (Ginzburg, 2010); al mismo tiempo que proporcionen estructuras de sentido -inevitablemente desplegadas en el tiempo- que permitan cuestionar la naturalización del status quo, siempre estimulada por aquellos grupos o facciones a quienes conviene su perpetuación.


1 Traducción del autor.

2 Como corolario de lo anterior Taylor produce una afirmación a contrapelo del sentido común contemporáneo de la disciplina: “La arqueología en sí misma no es más que un método y un conjunto de técnicas especializadas para recuperar información cultural. El arqueólogo, como arqueólogo, no es más que un técnico” (Taylor 1948:43; traducción del autor). El arqueólogo, tras colectar los materiales y querer analizarlos, debe recurrir a otros corpus disciplinarios (arquitectura, arte, economía), con lo cual “dejaría de ser” arqueólogo para convertirse en la disciplina en cuestión. Pero no aclara porque lo mismo no valdría también para la etnografía, a la cual en consecuencia ubica finalmente en un estatus superior, por no disolverse en otras especialidades en momentos más avanzados de la investigación, como indica respecto de la arqueología.

3 Énfasis del autor.

4 La responsabilidad por la preservación de los datos no se limita al registro, sino que alcanza también a la publicación. Y más allá del ideal de preservación total y las circunstancias propias de cada caso -en términos de espacio disponible, dinero, etc.-, Taylor señala otro aspecto, que podríamos calificar de “ético”, y que tiene que ver con la publicación de las bases empíricas de todas sus inferencias de modo que el lector pueda juzgar por si mismo su plausibilidad. Una vez que esto ha sido realizado, de una u otra manera: “su propio interés personal puede tomar el timón nuevamente y guiar de ahí en más los siguientes usos de los datos” (Taylor 1948:156; traducción del autor).

5 Énfasis del autor.

6 Énfasis del autor.

7 De ahí el nombre de su artículo de 1949, luego compilado en Antropología Estructural, “Historia y Etnología” (Lévi-Strauss 1969).

8 Este carácter narrativo de la historia no implica un defensa de lo que se conoce como historia narrativa en contra por ejemplo de la historia estructural de los Annales: “la historia más alejada de la forma narrativa sigue estando vinculada a la comprensión narrativa por un vínculo de derivación” (Ricoeur 1995:165).

9 El momento de la lectura propio de Mimesis III constituye para Ricoeur una interrupción en el curso de la acción (el éxtasis de la lectura) y a la vez un relanzamiento hacia la acción (envío) gracias a la incorporación que hace el lector de las enseñanzas de sus lecturas a su visión del mundo (Ricoeur,1995).

10 Agrega Ricoeur que, apelando a la ficción, el narrador puede ver y llorar frente al horror (Ricoeur, 1995:912).

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