Revista de la Escuela de Antropología

Escuela de Antropología - Facultad de Humanidades y Artes - Universidad Nacional de Rosario

ISSN 1852-1576 / e-ISSN 2618-2998

Número XXXIX - PERÍODO jul-dic

DOI 10.35305/revistadeantropologia.v0iXXIX.138

http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/

Alimentación infantil: políticas globales y locales de prevención y promoción de la salud. Prescripciones, entornos y desigualdades.

Andrea Solans

Universidad de Buenos Aires

Argentina

amsolans@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-6687-6406

Resumen

La consideración de la obesidad infantil como epidemia global movilizó a distintos niveles gubernamentales a elaborar estrategias para intervenir colectivamente en los modos de diagnosticar, tratar y prevenir estas problemáticas de salud. El objetivo de este trabajo es analizar desde una perspectiva cualitativa las políticas referidas a la alimentación infantil en sus orientaciones globales y locales sobre promoción de la alimentación saludable y prevención de obesidad. Numerosas políticas apuntan a cambiar comportamientos individuales alentando el control de los cuerpos a través de medidas de autovigilancia (propia y la de los/as hijos) legitimando así el orden social dominante. La mira puesta exclusivamente en la responsabilidad individual en salud y alimentación invisibiliza las relaciones sociales generando “ignorancia estratégica”. Las políticas que buscan regular entornos -por ejemplo, los etiquetados de los alimentos- permiten poner el foco en el procesamiento industrial de los alimentos. Como conclusión se señala que las políticas regulatorias de los entornos permiten intervenir en las relaciones desplegadas entre las personas y sus ambientes en el marco de inequidades en comunicación y salud.

Palabras Clave

alimentación infantil, promoción de la salud, prevención de obesidad, entornos, desigualdades.

Infant feeding: global and local policies for prevention and health promotion. Prescriptions, environments and inequalities.

Abstract

The consideration of childhood obesity as a global epidemic mobilized different government levels to develop strategies to intervene collectively in diagnosing, treating and preventing these health problems. The aim of this paper is to analyze from a qualitative perspective the policies related to infant feeding in their global and local guidelines for the promotion of a healthy diet and the prevention of obesity. Numerous policies aim to change individual behaviors by encouraging the control of bodies through self-surveillance measures (own and that of the children), thus legitimizing the dominant social order. The focus in health and nutrition exclusively on individual responsibility makes social relations invisible, generating “strategic ignorance”. Policies that seek to regulate environments -for example, food labeling- allow the focus to be placed on industrial food processing. As a conclusion, it is pointed out that the regulatory policies of the environments allow to intervene in the relationships developed between people and their environments within the framework of inequities in communication and health.

Keywords

infant feeding, health promotion, obesity prevention, environments, inequalities.

FECHA DE RECIBIDO 12/07/2020

FECHA DE ACEPTADO 22/12/2020

COMO CITAR ESTE ARTICULO

Solans, A. (2021) Alimentación infantil: políticas globales y locales de prevención y promoción de la salud. Prescripciones, entornos y desigualdades. Revista de la Escuela de Antropología, XXIX, pp. 1-19. DOI 10.35305/revistadeantropologia.v0iXXIX.138

Introducción

A nivel mundial 149 millones de niños menores de 5 años padecen retraso en el crecimiento y casi 50 millones de emaciación (disminución excesiva del peso corporal respecto a la estatura); cientos de millones de niños y mujeres sufren el hambre oculta (la carencia de vitaminas y minerales); y las tasas de sobrepeso y obesidad en la infancia están aumentando rápidamente pasando de 31 millones en 1990 a 42 millones en 2015 (MS, 2019; UNICEF, 2019).

En América Latina y el Caribe el sobrepeso afecta al 7,2% de los/as niños/as menores de 5 años, lo que representa alrededor de 3,9 millones de niños y niñas (OECD, 2015). En la Argentina, según la Encuesta Mundial de Salud Escolar realizada en el año 2012 (que alcanzó a 20.890 estudiantes de 13 a 15 años en 544 escuelas del país) se registró un crecimiento del exceso de peso respecto al 2007 (24,5% en 2007 - 28,6% en 2012). Así, la prevalencia de obesidad pasó del 4,4% al 5,9% (MS, 2016b).

Organismos internacionales y nacionales plantean la existencia de una “epidemia” de obesidad que afecta en particular a los estratos económicos más bajos (Ponce et al., 2016). En este contexto epidemiológico la obesidad infantil ha emergido en los primeros decenios del siglo XXI como un problema de salud pública que –se argumenta– podría socavar el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (UNICEF, 2019).

En nuestro país, en 2018 se realizó la segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (ENNyS, 2:2019). La encuesta trabajó con una muestra representativa de individuos residentes en áreas urbanas y probabilística estratificada por región, que identificó 3 subgrupos poblacionales de estudio: lactantes de 0 a 23 meses, niños/as y adolescentes de 2 a 17 años y personas de 18 años y más. La muestra estuvo constituida por 21.358 casos efectivos correspondientes estadísticamente a un universo de 35.849.631 habitantes. Se encuetaron 5.753 niños/as menores de 2 años, a 5.829 niños/as entre 2 y 12 años y 2.399 adolescentes entre 13 y 17 años que corresponden estadísticamente a un universo de 12.211.545, 6.806296 y 3.262241 respectivamente. La encuesta reveló la coexistencia de malnutrición por déficit (que incluye desde formas severas de desnutrición hasta las más leves, tales como bajo peso) y por exceso (sobrepeso y obesidad). Para la población de menores de 5 años los resultados indican una proporción –a nivel nacional– de 1,7% de bajo peso, 1,6% de emaciación, 7,9% de baja talla (con diferencias significativas por nivel de ingreso -primer quintil 11,5% vs. quinto quintil 4%), 10% de sobrepeso y 3,6% de obesidad (esto es, 13,6% de exceso de peso para la población menor de 5 años). Para niños, niñas y adolescentes de 5 a 17 años la proporción nacional de delgadez fue de 1,4%, la proporción de baja talla fue de 3,7 (con diferencias significativas por nivel de ingreso -primer quintil 3,8% vs. quinto quintil 1,3%) y la proporción de sobrepeso y obesidad fue del 20,7% y 20,4% respectivamente. Esto es, el exceso de peso estuvo presente en el 41,1% de la población de 5 a 17 años.

El exceso de peso infantil se asocia al desarrollo de complicaciones como la aparición prematura de diabetes y cardiopatías y otras enfermedades no trasmisibles. Asimismo, se ha asociado a trastornos como la depresión, a procesos de estigmatización y a un impacto negativo en la escolarización (Ponce et al., 2016).

La identificación de la obesidad como epidemia global movilizó a distintos niveles gubernamentales y organismos multilaterales de crédito a elaborar y poner en marcha estrategias para convenir colectivamente los modos de diagnosticar, tratar, responder y prevenir la enfermedad en las distintas regiones y países. Las estrategias diseñadas e implementadas han apuntado en gran medida a modificar comportamientos individuales de niños/as y de sus madres, padres y cuidadores. Los programas de educación y prevención sustentados en enfoques individuales para la gestión de las prácticas alimentarias son puestos en cuestión desde distintas disciplinas puesto que descontextualizan y responsabilizan a los sujetos por sus acciones desatendiendo los condicionamientos de la salud y la alimentación (Parker, 2020).

Asimismo, en las últimas décadas, desde organismos internacionales y nacionales se ha identificado la necesidad de intervenir sobre los entornos que promueven obesidad y malnutrición mediante la regulación estatal de la publicidad de los alimentos dirigidos a niños, niñas y adolescentes, el etiquetado de alimentos, los entornos escolares y los impuestos a las bebidas azucaradas (UNICEF, 2019).

El objetivo de este trabajo es analizar las políticas referidas a la alimentación infantil en sus orientaciones globales y locales atendiendo a la promoción de la alimentación saludable y la prevención de enfermedades con implicancias nutricionales. Se analizan documentos oficiales de organismos internacionales, nacionales y locales, retomando aportes de la antropología de la salud, en particular los estudios de Rosenberg (1989) sobre las epidemias en Occidente y los de Sanabria (2016) sobre la producción social de la ignorancia en ámbitos de investigación e intervenciones sobre obesidad. Nos preguntamos acerca de los riesgos alimentarios y los valores morales que las distintas políticas instituyen a través de la responsabilización individual por la salud corporal –propia y la de los/as hijos/as– a partir de los alimentos consumidos. Además, nos preguntamos acerca de aquello que oscurece el foco puesto en la información y educación de la salud dirigida a individuos como modo casi exclusivo de abordar la promoción de la salud y la prevención de enfermedades relacionadas con la nutrición. Por otra parte, indagamos propuestas para intervenir sobre los ambientes en los que niños y niñas están expuestos, por ejemplo, el etiquetado de los alimentos y analizamos esas materialidades –productos alimentarios, envases e inscripciones– como mediaciones que permiten poner el foco en el procesamiento industrial de los alimentos en el marco de “inequidades en comunicación y salud” (Briggs, 2017).

Obesidad como epidemia: responsabilización individual e ignorancia estratégica.

En el año 2004 la Organización Mundial de la Salud (OMS) presentó la Estrategia mundial sobre régimen alimentario, actividad física y salud donde la obesidad es definida como enfermedad epidémica, crónica, multicausal, costosa para el sistema de salud y los sistemas de seguridad social de los países. El reconocimiento de la obesidad como epidemia por organismos internacionales como la OMS impulsó a los países asociados a velar por políticas que tuvieran como idea rectora la aplicación de criterios multidisciplinarios y multisectoriales, con participación de organismos multilaterales de crédito como el Banco Mundial, así como organismos no gubernamentales y el sector privado, para la ejecución de planes a nivel global, regional y nacional.

Desde una perspectiva histórica, retomando los aportes de Rosenberg (1989), el reconocimiento de la existencia de una epidemia implica inevitablemente la creación de un marco explicativo que permita administrar la arbitrariedad que conlleva su creciente expansión (p.3). Según el autor, la trama peculiar de cualquier epidemia muestra la interacción constante entre incidente, percepción, interpretación y respuestas. Si bien Rosenberg (1989) analiza enfermedades infecciosas epidémicas en Occidente (como la tuberculosis, la fiebre amarilla, el cólera, el VIH-SIDA), su enfoque nos permite analizar tanto las acciones instauradas y legitimadas socialmente, así como los juicios morales implicados en las respuestas colectivas generadas ante el reconocimiento del sobrepeso y obesidad como epidemia global.

Entre las acciones instauradas en relación con el reconocimiento de la obesidad infantil como problema de salud la OMS ha elaborado “Los nuevos patrones de crecimiento infantil” a partir de un estudio multicéntrico realizado en distintos países (Brasil, Estados Unidos de América, Ghana, India, Noruega y Omán) entre 1997 y 2003 que buscó determinar un nuevo conjunto de curvas destinadas a evaluar el crecimiento y el desarrollo de niños/as lactantes y hasta los 5 años. Como criterio de selección de la población fueron seleccionados niños/as saludables que “vivieran en condiciones favorables que les permitieran alcanzar plenamente su potencial genético de crecimiento” (OMS, 2006). Se buscó que las subpoblaciones incluidas en el estudio para la construcción de los patrones pertenecieran a un nivel socioeconómico favorable al crecimiento con una morbilidad baja, que las madres “acataran” las recomendaciones de alimentación, que no fumaran y que tuvieran acceso a apoyos para la lactancia materna (de Onis et al., 2004:1). El estudio permitió la construcción de datos sobre el crecimiento de aproximadamente 8500 niños/as de muy distintos orígenes y grupos socioculturales. Según la OMS los nuevos patrones (que proveen nuevos gráficos y curvas de crecimiento infantil, a saber: longitud/estatura para la edad, peso para la edad, peso para la longitud, peso para la estatura e índice de masa corporal para la edad) proporcionan la única referencia internacional y la mejor descripción del crecimiento fisiológico de niños/as menores de cinco años. Estas curvas propuestas por la OMS son prescriptivas dado que definen cuáles deberían ser las condiciones para que los niños crezcan sanos. Además, estos patrones establecen a la alimentación con leche materna como “modelo normativo de crecimiento y desarrollo” (OMS, 2006). En Argentina a partir del año 2008 se han comenzado a implementar las nuevas curvas de crecimiento de la OMS, que han reemplazado a las curvas locales que habían sido elaboradas por la Sociedad Argentina de Pediatría, diseñas con metodología de estadística descriptiva, con una vigencia de 25 años (Lejarraga et al., 2009).

Cabe señalar que las imágenes, ya sea curvas, gráficos o mapas, juegan un papel clave en la comunicación de las epidemias, no solo en términos de educar y convencer sino como forma de definir y vigilar aquello que cuenta como conocimiento y lo que puede ser descartado como rumor o anécdota (Kelly y Keck, 2019:21). Los autores señalan que las imágenes no son meras representaciones de las enfermedades sino actantes en una arena político-económica más amplia de poder y conocimiento.

Con estas mediciones globalmente estandarizadas millones de niños pasaron de la noche a la mañana de tener sobrepeso a obesidad sin aumentar un gramo. Siguiendo a Sanabria (2016) las nuevas mediciones muestran lo que aparentemente se planea ver. La confianza en la producción de evidencias sobre tasas de obesidad en constante aumento contribuye a una crisis de salud única que ha atraído una atención pública cada vez mayor (Herrick, 2009 en Sanabria 2016:136).

Rosenberg (1989) explica que ante la amenaza de una epidemia las personas e instituciones buscan una comprensión racional del fenómeno en términos que prometan control.

La Carta de Ottawa de 1986 de la OMS había destacado la importancia de formular todas las políticas gubernamentales desde un enfoque de salud, desde la planificación urbana a la vivienda, el empleo y el transporte. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos ha tomado el camino más fácil y barato de reducir la promoción de la salud a la educación sanitaria y el marketing social (Sanabria, 2016:137).

Los organismos internacionales de salud han planteado la prevención del sobrepeso y la obesidad mediante campañas de comunicación y educación de la salud como la opción más viable para poner freno a la epidemia de obesidad infantil dado que las prácticas actuales se destinan en gran medida a controlar el problema más que a la curación. La obesidad infantil se concibe como problema de salud y como objetivo de su “lucha” se propone el control sobre la ingesta de alimentos y la actividad física no como un momento sino como un estado permanente a lo largo de la vida: “El objetivo de la lucha contra la epidemia de obesidad infantil consiste en lograr un equilibrio calórico que se mantenga a lo largo de toda la vida” (OMS, 2004).

Desde diversos niveles gubernamentales se vienen implementando intersectorialmente talleres de educación alimentaria que instan a las personas a balancear sus calorías ingeridas y gastadas. Estos programas de educación alimentaria y de promoción de la alimentación saludable y la actividad física incluyen una serie de recomendaciones e indicaciones que apuntan a modificar el comportamiento de los sujetos –más allá del contexto y la circunstancia– a partir de la voluntad individual más que del compromiso colectivo, con un abordaje biologicista para alcanzar un equilibrio energético y peso normal, limitar la ingesta calórica procedente de grasas y azúcares y hacer actividad física regular (OMS, 2004).

La problematización de la alimentación y el peso corporal asociados a comportamientos individuales muestra, siguiendo a Rosenberg (1989), la importancia de la creencia en la conexión entre voluntad, responsabilidad y susceptibilidad dado que se concibe a las personas no como sujetos sociales situados en un contexto social, político y económico sino como individuos cuyos comportamientos dañinos o riesgosos son susceptibles de transformarse voluntariamente, por ejemplo, con prácticas de educación o comunicación de la salud. Si bien se reconoce el sobrepeso y la obesidad como problemáticas multicausales (relacionadas con factores genéticos, conductuales, socioeconómicos y culturales) el conjunto de programas, recomendaciones y prescripciones apunta casi exclusivamente a intervenir sobre los comportamientos individuales contando con la voluntad de los sujetos y, en el caso de los/as niños/as, la vigilancia en especial de sus madres (Gracia Arnaiz, 2008). Los discursos de promoción de la “alimentación saludable” normalizan la dieta –para alcanzar el equilibrio energético y peso “normal”– y delimitan de este modo los riesgos alimentarios, es decir, los daños potenciales/probables para la salud, identificando alimentos “buenos” y modos de comer “correctamente” y dietas riesgosas o estilos de vida riesgosas (Parker, 2020). Los discursos de riesgo están atravesados por relaciones de poder, dado que desde la salud pública se alienta el control de los cuerpos individuales a través de medidas de autovigilancia y de vigilancia de otros legitimando de este modo el orden social dominante. Como señala Rosenberg (1989), la glotonería y la falta de control desde hace siglos habían sido ampliamente considerados como predisposiciones a las enfermedades. Se suponía que tales comportamientos debilitantes tanto del físico como de la moral eran vistos como una susceptibilidad creciente a contraer enfermedades. Como en las epidemias tradicionales, así como plantea Rosenberg (1989), encontramos en las explicaciones y recomendaciones ante la obesidad una particular mezcla entre mecanismos biológicos y significados morales.

En la página web del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, en referencia a Alimentación y hábitos saludables, sobrepeso y obesidad, encontramos que la información proporcionada contiene una trama narrativa que extienden valores morales sobre la salud y la alimentación poniendo énfasis en la responsabilidad individual sobre el cuidado del propio cuerpo y/o del cuerpo de los/as hijos/as:

Para prevenir el sobrepeso y la obesidad es fundamental hacer modificaciones conductuales hacia un estilo de vida saludable. Una alimentación saludable y actividad física son hábitos que comienzan a formarse durante la infancia, por ello es importante que desde edades tempranas se promuevan. (GCBA).

Como vemos, las recomendaciones de prevención aluden a modificar comportamientos individuales en relación con la alimentación y la actividad física para alcanzar una vida saludable apelando a la voluntad y el esfuerzo personal desconsiderando el contexto, las desigualdades sociales y las características particulares de las personas y los grupos. El uso del término “estilo de vida” es una práctica común en el campo de la salud, en especial de la biomedicina, que consiste en ubicar las razones de las enfermedades en las conductas de los individuos sin tener en cuenta los condicionamientos socioculturales (Menéndez, 2003). De antemano se definen determinados comportamientos como sanos o riesgosos individualizando, de esta manera, las problemáticas. Se conciben a los sujetos sociales no como parte de fuerzas más amplias del contexto social, político y económico, sino como sujetos “otros” con estilos de vida o conductas negativas o peligrosas, que deberían transformarse con programas de educación o comunicación en salud (Lupton y Chapman, 1995).

Las incertidumbres de las enfermedades crónicas fueron siempre agravadas por las incertidumbres de las desigualdades estructurales. Sin embargo, las estrategias de prevención antes que abordar las desigualdades sociales y sanitarias continúan poniendo énfasis en que los ciudadanos desde la infancia adquieran información nutricional y aprendan a vigilar y controlar su cuerpo (peso, alimentación, actividad física). Como explica Castiel (2007), la responsabilidad que predomina en muchos discursos de salud es un tipo de retórica que se vincula con la “culpa” cuando las obligaciones no son cumplidas y que se difunden ampliamente, en particular, en sociedades individualistas y moralistas, con crisis económicas y con políticas de corte neoliberal (Castiel y Álvarez-Dardet, 2007:463).

Las iniciativas y programas gubernamentales para prevenir las enfermedades relacionadas con la nutrición giran en torno a la idea de que controlar el peso implica –como ya se señaló– fuerza de voluntad y elección y, además, tienden a centrarse en educación e información nutricional. Estos abordajes suponen que las personas que reciben información, se espera que la comprendan y, en consecuencia, cambien su comportamiento. Desde este enfoque el conocimiento constituye una condición suficiente para producir una conducta modificada, pasando por alto las condiciones económicas, los ritmos de trabajo o de estudio, el acceso a paisajes alimentarios saludables o las condiciones de comensalidad. Como plantea Sanabria (2016), los programas y talleres de educación alimentaria en las escuelas muestran que son escasas las veces en que esos esfuerzos equivalen a algo más que evaluar la capacidad de los estudiantes en enumerar los grupos de alimentos y conocer las recomendaciones de acuerdo con las directrices locales. Laura Piaggio y su equipo, en un estudio sobre alimentación en escuelas públicas de Ciudad de Buenos Aires, plantean que a través del entorno –el espacio físico, normativo y de oferta de alimentos– se realiza una educación alimentaria oculta que se contradice con los contenidos que se abordan cuando se trabaja sobre alimentación de manera explícita (Piaggio et al, 2011). Por ejemplo, la existencia de kiosco en las escuelas, la oferta de comida estructurada, la presencia de bebederos o la oferta de frutas condicionan los consumos informales en los patios del recreo.

Diversos autores que analizaron las relaciones entre el conocimiento y su ausencia distinguen dos sistemas de conocimiento: uno racional y lógico, el otro intuitivo y perceptual (Daniel Kahneman, 2011 y Deborah Prentice, 2015 en Sanabria, 2016:141). Las iniciativas de educación para la salud y las estrategias de prevención de obesidad focalizan en el sistema racional que procesa la nueva información contra la ya existente. El sistema intuitivo y perceptual, en cambio, toma al pie de la letra la nueva información. Este último sistema siempre conoce, aunque de manera sesgada y parcial. El tipo de conocimiento que opera en este nivel interfiere, desde el punto de vista de las economías del comportamiento, con la capacidad de la mente racional de traducir el conocimiento en acción. Las intervenciones de salud y nutrición pública han apuntado a la mente racional, proporcionándole información que no puede ser operacionalizada debido a la irrupción de lo precognitivo. Siguiendo a los autores, aquí tenemos una interacción entre formas de conocimiento inconsciente (como los impulsos afectivos que impiden la capacidad de la toma racional de decisiones) y formas de ignorancia estratégica. Desde este enfoque, la ignorancia o el desconocimiento no es simplemente la ausencia de conocimiento sino, que es más bien, puede ser productivo y producido activamente. El concepto “ignorancia estratégica” pone en foco la producción instrumental de la ignorancia en beneficio de las corporaciones.

La creciente disponibilidad de alimentos procesados híper-palatables en entornos urbanos constituyen un factor importante en el incremento de la obesidad. La híper-palatabilidad se refiere al ajuste fino de los alimentos por parte de la industria para cautivar los sentidos, anular la saciedad y motivar a los comensales a consumir más. Así las fuerzas macroeconómicas –como los acuerdos comerciales, los mecanismos de fijación de precios o la entrada masiva de las empresas transnacionales de alimentos y bebidas en los mercados de los países en desarrollo– se dirigen directamente a la bioquímica de la regulación del apetito, es decir al nivel precognitivo.

El enfoque del conocimiento subyacente en los programas de educación para la salud suele basarse en una presunción de ignorancia por parte de las personas que eclipsa las variadas formas de (des)conocer que están en juego en el campo de la nutrición y salud pública. Las nuevas versiones de marketing social y educación para la salud enfatizan la responsabilidad individual en los comportamientos alimentarios. Considerando que el presupuesto de la industria alimentaria para implementar estas herramientas de marketing es casi diez veces mayor que el invertido anualmente por los gobiernos en la promoción de la salud, tal como plantea Sanabria (2016), la batalla no solo puede estar perdida sino ser de hecho imposible de ganar.

Actividad corporativa, entornos alimentarios y problemáticas nutricionales.

Con el crecimiento de la industria alimentaria a nivel global y la complejización de los sistemas de comercialización aparece el marketing como elemento central que atribuye significados a productos alimentarios que constantemente está lanzando al mercado ante todo como mercancías. Numerosas investigaciones plantean que la combinación de recursos publicitarios utilizados en los alimentos dirigidos a niños y niñas constituye un marketing agresivo, en el sentido que busca “cazar” la atención y conquistar el gusto de niños y niñas, pero también entraña una publicidad desleal hacia los adultos, ya que se presentan como beneficiosos –por ejemplo señalando que tienen vitaminas o minerales añadidos– productos con un perfil nutricional inadecuado según el perfil de nutrientes de la OPS/OMS (Piaggio y Solans, 2017). Estos fenómenos están siendo impulsados por empresas transnacionales identificadas como “Big Food”, dado que dominan el mercado alimentario mundial, considerado oligopólico. Pocas empresas controlan más de un tercio de todas las ventas a nivel global, encontrándose en expansión en los países de bajos y medianos ingresos (Stuckler y Nestle, 2012). Además, las corporaciones transnacionales de alimentos tienen colosales recursos para fabricar, comercializar, promover y presionar para fortalecer su poder e influencia en el sector alimentario (Moddie et al, 2013; Clapp y Scrinis, 2017).

La Asamblea General de la ONU proclamó el Decenio de la Nutrición (2016 a 2025) como parte de la iniciativa de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU/FAO, 2017). En este marco, se impulsan programas de prevención y se destacan los enfoques que incorporan la conformación de «los entornos» en que tiene lugar la alimentación. Los ambientes obesogénicos han sido definidos como la suma de influencias del entorno, oportunidades y condiciones de vida que promueven la obesidad en las personas o poblaciones. Estos entornos son percibidos como una “fuerza impulsora” de la creciente epidemia de obesidad (Lake y Townshend, 2006:262). Se promueve la necesidad de contar con regulaciones estatales sobre la publicidad de los alimentos dirigidos a niños, niñas y adolescentes, el etiquetado de alimentos, los entornos escolares y los impuestos a las bebidas azucaradas.

En este contexto fue creado un nuevo sistema de clasificación de alimentos (NOVA) elaborado por profesionales de la Universidad Federal de San Pablo –libre de conflictos de interés–, que permite clasificar los alimentos según su naturaleza, finalidad y grado de procesamiento industrial (Monteiro et al., 2018). Este sistema identifica cuatro grupos de alimentos: alimentos sin procesar o mínimamente (grupo 1), ingredientes culinarios elaborados (grupo 2), alimentos procesados (grupo 3) y alimentos ultraprocesados (grupo 4)1. En 2016 se definió el perfil de nutrientes de la OPS en el que se formulan criterios regionales con respecto a las cantidades aceptables de nutrientes críticos (sal, azúcar añadida, grasas saturadas y grasas trans) en los productos procesados y ultraprocesados.

Diversos estudios han establecido asociaciones entre la proporción de productos ultraprocesados en la dieta y la ingesta excesiva de azúcares agregados, grasas saturadas, grasas trans y sodio (Monteiro et al., 2018). Existe un importante corpus de evidencia científica que relaciona los productos ultraprocesados con el riesgo de padecer obesidad, enfermedades cardiovasculares y metabólicas (Monteiro et al., 2018).

En su análisis de los efectos del comportamiento empresarial en la salud pública, Moodie y colegas (Moodie et al., 2013:671) proponen el término epidemia industrial para referirse a las enfermedades cuyos vectores de propagación son las corporaciones.

Moodie y sus colegas revisaron metódicamente las formas en que las industrias evitan las regulaciones y dan forma a las agendas políticas a través de una variedad de técnicas, desde sesgar los resultados de la investigación, cooptar a los formuladores de políticas, presionar para oponerse a la regulación pública, hacer circular enfoques de promoción de la salud que “culpan a la víctima” hasta denunciar las intervenciones de los estados. Como alternativa a las medidas regulatorias las industrias promueven enfoques educativos e informativos dirigidos individualmente aun cuando han resultado ser ineficaces (Moodie et al., 2013). Organizaciones de la sociedad civil y movimientos sociales plantean la necesidad de proteger el espacio político de los gobiernos contra los conflictos de intereses introducidos por relaciones inapropiadas con “poderosos actores económicos” (Sanabria, 2016:149).

La directora de la OMS ha planteado: “Ni un solo país ha logrado revertir su epidemia de obesidad en todos los grupos de edad. Esto no es un fracaso de fuerza de voluntad individual. Esto es una falta de voluntad política para hacer frente a las grandes empresas” (Margaret Chan en Monteiro et al., 2018:13).

Siguiendo a Sanabria (2016), existe una gran desproporción entre exhortaciones a una alimentación saludable dirigidas a consumidores individuales y el notable laissez-faire en el que se invita a las industrias de alimentos y bebidas a limitar voluntariamente la grasa, el azúcar o sal en sus productos.

Conclusión

La obesidad es considerada un problema de salud a nivel global. Los discursos para hacer frente a la epidemia se enfocan en la responsabilidad individual por la salud y la alimentación reafirmando los valores sociales hegemónicos y echando “culpa a las víctimas” o a sus padres en caso de niños/as por su alimentación, sus cuerpos y sus modos de vida socialmente estructurados. Particularmente en relación con niñas y niños se instó a las familias, en particular a las mujeres en rol de madre, a cuidar del equilibrio energético de sus hijo/as, a ejercer un control corporal en relación con el peso, la alimentación y la actividad física, desdibujándose en este abordaje el contexto, los modos de vida y las particularidades de los cuerpos y las infancias.

A pesar de las evidencias que informan que estos abordajes no han funcionado, los modelos de educación para la salud siguen arraigados y continúan captando la atención de los expertos. Así, fenómenos cruciales que afectan la salud y la alimentación de personas y grupos se ignoran o se vuelven irrelevantes. Retomando a Sanabria (2016), en ausencia de una “bala mágica”, enfocar los comportamientos de salud a través de la educación se considera la única opción.

Siguiendo a Rosenberg (1989), en relación con las respuestas a una epidemia, incluso la falta de tomar una decisión constituye una acción. El Relator especial de las Naciones Unidad por el Derecho a la salud, Dainius Pūras, planteó que el etiquetado frontal de advertencias –con sello octogonal negro que indica “exceso en” sodio, grasas, azúcares añadido o grasas trans– es el más claro y veraz, enmarcado en un enfoque de derechos, que ofrece información a padres, niños y niñas para que puedan tomar decisiones informadas como consumidores y consumidoras (ONU, 2020). Se argumenta que este tipo de etiquetado permite que los estados adopten un conjunto de medidas adicionales que promuevan y protejan el derecho a la salud y a la alimentación adecuada, como impuestos, regulación de los entornos escolares, de la conformación de programas estatales, imposición de restricciones de marketing.

En términos de Briggs (2017) “el derecho a la salud, debería incluir derechos en salud y comunicación, ya que la justicia en salud no puede emerger ante injusticias persistentes en salud y comunicación” (pp. 423). Nuestra región es pionera en la implementación del sistema de etiquetado frontal de advertencia que, siendo resistido por la industria alimentaria, está vigente en Chile, Uruguay, Perú, México y Colombia. En Argentina el Senado de la Nación dio media sanción (29/10/2020) a la Ley de Promoción de alimentación saludable que incluye este sistema de etiquetado. Podemos señalar que la inscripción de advertencia en los productos ultraprocesados permite intervenir en las relaciones desplegadas entre las personas-organismos y sus ambientes (Ingold, 2015) y atender las problemáticas alimentarias como tema político donde las corporaciones alimentarias son parte del problema antes que la solución.


1 Los alimentos procesados se elaboran agregando, generalmente con fines de conservación, sal, aceites, azúcares u otros ingredientes culinarios a alimentos del Grupo 1. Los productos ultra-procesados son formulaciones industriales elaboradas a partir de sustancias derivadas de los alimentos o sintetizadas de otras fuentes orgánicas. La mayoría de los ingredientes son aditivos (aglutinantes, cohesionantes, colorantes, conservantes, edulcorantes, emulsificantes, espesantes, espumantes, estabilizadores, “mejoradores” sensoriales como aromatizantes y saborizantes). Los procesos de elaboración incluyen la hidrogenación, hidrolización, extrusión, moldeado, modificación de la forma, pre-procesamiento mediante fritura, horneado.

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